Ochenta años tenía cumplidos el año en que tuvimos
la ocasión de asesinarlo.
Casa de las Américas lo había invitado a
un homenaje, celebraba eso que siguen llamando: la Semana de autor, y sabido de
antemano, en comando de último minuto, improvisamos la manera de fulminar al escritor
extranjero.
Era noviembre, el vapor había menguado
en La Habana y se disfrutaba de la mejor proyección solar.
Los almendrones querían comerse la vía,
los niños aún salían de las escuelas con blancas camisas de uniforme grises del
polvo y las guaguas no daban abasto.
Sobre las cinco dos personas tomaron la
Avenida de los Presidentes en sentido contrario al de la mayoría dada la hora.
Uno era fotógrafo. El otro era yo.
-
¿Y
si no lo logramos? - preguntó el fotógrafo.
-
No
sé. Buscaremos la manera, tú verás que se puede.
-
Pero,
¿y si no se puede?
-
Se
podrá, olvídate de eso.
-
Pero,
¿y si es imposible?... Por el asunto de la seguridad te digo.
-
No
será difícil; has lo que tenemos previsto y se acabó.
En el siguiente “pero” ya habíamos
dejado atrás la calle alguna vez llamada Fulgencio Batista y nos esperaban los
zapatos de Tomás Estada Palma sobre el pedestal. El mar
era un odioso muerto gigante delante de nosotros pasadas las uvas caletas. El
hombre de a caballo apenas prestaba atención.
No obstante el funeral de las olas seguimos
recto, y en la esquina de G y 3era, a una cuadra del edificio por el cual
empezaban a subir y a bajar los estudiantes con cubos de agua chorreando
escaleras, nos detuvimos otra vez a inspeccionar el edificio.
Muchos carros seguían parqueados enfrente de la Casa.
Grupos de mujeres vestidas de manera elegante entraban y salían por la puerta
principal.
-
Es
ahora - dije al fotógrafo. Acababa de descubrir entretenido al de la vigilancia.
Entonces el fotógrafo tomó su cámara, la
puso a centímetros de la nariz, y luego la dejó justo frente a sus ojos. Mirando
por el visor de aquella Zenit desgastada él, y yo escurrido detrás, pudimos impresionar
al viejo cuando nos supo encima. La efectiva acción, seguida de un desfile
inesperado de lectores felices,nos permitió ingresar al edificio.
En la primera puerta a la derecha se
encontraba el objetivo.
-
No
te echas para atrás ahora- dije.
Rubem Fonseca alguna vez trabajó como
inspector policial, pero había pasado tanto tiempo que su olfato de sabueso
estaba desgastado, su vista nublada, sus reflejos perdidos. Ni siquiera pudo
percatarse de aquellos dos que lo asechaban; parecía un abuelito manso
ligeramente apoyado sobre la mesa rubricando libros.
Todo será fácil, pensé; demasiado fácil
para dos ejecutores sin sueldo que mataban por el placer de ver a los demás
muertos de risa, envidia o vergüenza- según fuera la intención de la página y la revista-. Hasta
había ido metiendo la mano dentro del bolso para aferrarme al arma cuando el gesto
de un gordo sentado a la diestra del objetivo me puso en guardia. ¿Nos habían
descubierto?
-
Fulmínalo-
susurré.
Al gordo debió alertarlo la torpeza de
nuestros gestos, porque azuzó la vista sobre nosotros, y los ojos como dos
perros nos vinieron encima; y si logramos despistarlos haciendo que siguieran
un rastro equivocado fue porque a tiempo el fotógrafo repitió el gesto de la
entrada. Se llevó la cámara al rostro y, mirando por el objetivo, cliqueó.
Luego un directivo de la Casa se nos
puso enfrente con intención amenazante, pero como cubano al fin nos fue fácil reducirlo
con el soborno. Una revista, gratis. Sin que nadie lo quisiera se volvió nuestro cómplice el
sobornado, quien terminó llevándonos hasta el hombre que recién despedía a una
lectora.
Y cuando al fin se giró como lógica
reacción al llamado del directivo corrupto, presto saqué el arma de mi morral y
apunté directo al pecho. Fue en ese momento que el fotógrafo apretó el
obturador dejando para siempre el testimonio de su muerte.
Rubem Fonseca había quedado vencido ante
el poder del disparo, y si acaso le dieron las fuerzas para más fue para
balbucear dos o tres nombres, para componer dos o tres preguntas respecto a la
efectividad del arma y de la bala: una revista hecha y pensada por estudiantes.
-
Sí
que pudimos- dijo el fotógrafo cuando íbamos de vuelta de vuelta a 23: bien que lo matamos.
-
Con
el dato, dije yo: como dice la gente, lo matamos con el dato y como los mejores sicarios del periodismo amateur.
foto: kaloian Santos Cabrera
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