Parecía dilatado. El presente era
perpetuo y no quedaba espacio para más. La gente eufórica en plena calle te
daba la sorpresa. Besos. Saludos. Me sentía
turbado en medio de tanto entusiasmo y ese estado fue definitivo. El Jefe
hablaba a la mar de gente reunida en la plaza cuando un golpe de entusiasmo me
llevó a preguntarle al negro Carlos. “¿Qué tal si me llevas mañana?” Estaba
recostado al jeep en el que habíamos llegado desde Oriente. Tuve sus blancos
dientes develados por esa sonrisa posible por unos labios gruesos y
protuberantes. “¿Algún problema con que salgamos al amanecer?”. Había algunos
problemas, claro. Marta no me lo iba a perdonar, así que recapacité, y
pensándolo mejor, diciendo: “Cierto lo que dices, mi hermano”, opté por la
cordura.
Estuve quieto por unos días al
lado de la muchacha más hermosa que tenía el Vedado. Disfruté la victoria junto
a ella. Pero como no había que ser espiritista para concluir que cuando pasara
la euforia me complicaría con nuevas encomiendas, y porque alguien me avisó que
tenían en cuenta mi nombre para cierta responsabilidad a la cual debería
entregarme tuve que repetírselo. Marta coincidió entonces conmigo. Era un viaje
fundamental. La verdad debía llegar a oídos de mis padres de una vez y por mi
propia boca. Y porque iba a ser de ahora para ahorita le pedí esperara en La
Habana, algo que comprendió y hasta aceptaba con tal de que, como le juré
habría de suceder, extremara los cuidados en la carretera. Habían pasado pocos
días desde el triunfo y andaba suelta mucha gente comprometida con el régimen anterior
como para no tomar ciertas precauciones.
Por supuesto que el negro Carlos
llegó al amanecer. Sonó el claxon cuatro veces y enseguida tocó a la puerta. Había
subido hasta el apartamento solo para saludar a Marta. Bebió una taza de café
de pie junto a la puerta desde donde habló de su familia y luego nos marchamos.
Desde el balcón ella volvió a desearnos buena suerte, y en un rapto de emoción gritó
que me quería, y hasta lanzaba besos que dejé de ver porque de lo contrario no
me hubiera marchado nunca. Iba sentado a la derecha del timón, con un brazo
sobre la ventanilla y miraba la calle a través del parabrisas. No sé por qué me
dio por sacarme una peseta del bolsillo y ponerla sobre la pizarra, produciendo
una carcajada profunda en mi amigo, y la frase de: “Así me piensas pagar”.
El de Carlos era lo que se dice
“un maquinón”, un imponente cadillac negro mediante el cual su padre había
intentado detener sus impulsos revolucionarios. Pero mi amigo era un tipo raro.
Un negro millonario a quien ni el dinero de su familia y la posibilidad de
hacer lo que le diera la gana con su linaje pudieron detenerlo. Una buena
persona era, un tipo honrado que odiaba el abuso como forma de ascender. No se
dejó seducir e hizo lo que quería. Manejando llegó a la Sierra Maestra. Y
manejando uno de los jeep en aquella caravana de rebeldes había vuelto a la
capital. Al fin estrenaba el malogrado regalo. “Hay que aprovechar lo que te da
la vida”, llegó a decir con cinismo. El cadillac era una capsula imponente y me
dejaba pensativo. Escrutaba su intachable tapicería, sus cristales, los
detalles de la pizarra y entonces terminé dudando. A fin de cuentas había
luchado para acabar con los tipos que se paseaban en automóviles de lujo de
modo que exhibirme en uno podría debilitar mi reputación o al menos mis
conceptos. Pero, ¡qué bobadas! Ambos estábamos absueltos. Él era un inocente representante
de la clase media que había pasado el precio de su estirpe luchando codo a codo
con los campesinos. Yo, un pasajero de ocasión.
Viendo el capó inmenso tuve la
impresión de que arrasaríamos con cuanto se apareciera en la vía. Y aún desde
afuera algo parecido se debía imaginar. No pocos transeúntes se detenían para escrutarnos.
Los choferes, al detener sus vehículos junto al nuestro o al darse cruce en la
vía, examinaban de reojo los espejos, las llantas o los listones plateados con
los que se remataban los bordes hasta impactar las bulbosas aletas. Luego se
fijaban en nosotros, dos tipos jóvenes. Lo miraban a él, un negro a quien no le
importaba la impresión que produjera el desorden de su barba rala, dura,
almidonada. Luego reparaban en mí, no tan barbudo, menos concentrado. Aunque
íbamos de uniforme soy el más alto, y el blanco, y quien tiene un porte más
altivo, la verdad. Sin embargo apenas hay diferencia entre nosotros respecto a
lo que concierne a los resultados de la guerra. Ambos tenemos grado de capitán.
Pero, percatándome en la curiosidad con la que nos veían pasar tuve en cuentas
la preocupación de Marta. Y le pregunté cuánto podríamos demorar. “Si mantengo
el ritmo llegamos en unas diez horas”, dijo aferrado al volante, un hermoso aro
crema con centro niquelado.
Había que dar rueda hasta mi
pueblo natal y el amanecer nos fue achinando. Los rayos caían de frente cegándonos
a los dos. Ninguno de los accesorios impedía el brote de luz matutina,
incontrolable incluso para el parabrisas ahumado. Aprovechaba esos lapsus en
planear el futuro con la vista en otra parte. Escogía palabras adecuadas con
las cuales explicarle al viejo, sobre todo a él, debía decirle el por qué había
ido a la guerra, hecho que debió hacerle sufrir lo suficiente como para para que
no quisiera recordarlo jamás. Sin embargo tenía que recuperar ciertos pasajes
para estar en paz conmigo mismo. Debía hacerle entender que la guerra había
sido el único modo de impedir lo que se avecinaba.
La primera hora trascurrió con
normalidad. Los pueblos por los cuales pasábamos exhibían la quietud de la
mañana. La ventaba abierta de un bohío, el guajiro a caballo con su morral, el
ómnibus para viajes interprovinciales con sus ventanas medio abiertas por las
cuales asomaban unas mujeres escrupulosamente peinadas. Los campos comenzaban a
iluminarse despacio hasta tomar el esplendor de la mañana o quizá me sintiera
demasiado inquieto y entusiasmado y soñara ver un colorido inexistente en
aquellos potreros donde crecían puñados robustos de palmas reales, mangos y
ceibas. En mi cabeza repercutía las palabras del Jefe: lo que vendría después
sería mucho más difícil que la guerra.
El viaje fue normal hasta las dos
horas. Entonces tuve la impresión de que algo estaba pasando. Desde el otro
extremo vi surgir una fila prolongada de camiones oscuros que al acercarse
hallé repletos de hombres uniformados. Eran soldados de todas las edades,
armados y con el susto desfigurando sus rostros. Los carros remolcaban piezas
de artillería que no pude identificar, y porque aquello me pareció alarmante le
pedí que parara. Tomé la gorra del uniforme, el cinto con el revolver que había
puesto en el asiento trasero y salí a la cuneta cercada por una maleza
polvorienta. Puse la vista sobre la extensa caravana y anduve unos pasos hasta
situarme cerca de la cuneta. Los faros delanteros de uno de los camiones ya
estaban cerca y el chofer se dio prisa en hacerlos pestañar. Carlos se había
detenido a mi lado. Daba la impresión de estar menos preocupado, pero igual se
mantuvo atento. Los camiones dejaban largos espacios entre sí en los cuales el
polvo se imponía como niebla.
Me acerqué al medio de la
carretera con las manos sobre el cinto cuando tuve a otro carro bien cerca. “¿Qué
pasa?”, grité a quienes se veían en la cabina, pero solo conseguí que los
hombres agrupados detrás atónitos se pusieran a mirarme, y que seguido aún más
asombrados se fijaran en el cadillac sobre el cual seguía cayendo el polvo que
no lograba disolverse. Cuando llegaba el siguiente camión en un trote tomé su
sentido. Trataba de mantenerme al lado. “¿Qué pasa, compadre?, ¿algún problema
de última hora?”, grité al chofer y alguien soltó unas palabras del otro lado
del asiento. El estrépito de los motores y el crujido de las piezas de
artillería y cada una de las armas portadas por los hombres apenas permitieron
que escuchara con claridad. Nada más que tuve el final de la frase.
“¿Invasión?”, repitió Carlos
cuando la caravana se había esfumado y la carretera quedaba solitaria y blancuzca.
“Se habrán enredado las cosas a última hora”, dije metiendo dos dedos en mi
barba. “¿Tú crees que mejor sea regresar?” “Ni lo pienses”, respondí: “Si
salimos, ahora llegamos. Lo dijo el Jefe. Lo que tienes que hacer es meterle la
pata para ir más de prisa”. Y así ocurrió. Volvía a pisar el pedal de su
cadillac y este respondió con un zumbido amenazador para el asfalto. Devoraba
kilómetros y kilómetros en un abrir y cerrar de ojos.
Como no podía quitarme de la cabeza
lo de la caravana propuse detenernos en el primer pueblo, de forma que pudiera
establecer comunicación con la jefatura, no fuera que las cosas efectivamente
se hubieran complicado. ¿Regresar? No iba a regresar, pero debíamos permanecer
alertas a los incidentes que surgieran en el camino.
Al poco rato apeamos en un
pueblito cercano a Jagüey Grande. Abundaban las casas de madera aunque vimos
algún que otro chalet. En un sitio arbolado cerca de un espacio con aparatos
para niños acordamos dividirnos. Él iría en busca de café y yo de teléfono. Ah,
pero cuanta no fue mi turbación al juntamos enseguida y constatar que ninguno
de los dos había tenido suerte. No hallé un solo aparato por los alrededores y
sí gente poco colaborativa. Los vecinos se quedaban mirándome y seguían rumbo
sin hablar. Algunos iban sudorosos pese al fresco de aquel enero, apretando el
sombrero con una mano mientras en la otra sostenían mochas y machetes. “Es la
cosa más normal”, dijo el negro Carlos al escucharme: “La gente anda como loca.
No sabe qué hacer con tanta alegría”. Y pensé que tenía razón, tal como andaban
las cosas debía tomarme la vida con paciencia.
Unos kilómetros después
aparecieron extensos sembrados de caña colmados de muchedumbres. Hombres y
mujeres luchaban contra la gramínea. Una máquina amarilla soltaba chorros, pero
rápidamente todo quedó atrás y me fue inútil reparar en detalles. Luego se
extinguieron los sembrados y en su lugar encontré ganados compuestos por ovejas
y chivas y luego platanales y otra vez ovejas y otra vez chivas y al fin unas
pocas vacas flacas que daban grima. Teníamos delante unos edificios cuya
construcción no recordaba haber visto nunca, sin embargo debido a su estado
parecían construidos desde hacía tiempo. Lo que precipitó mi desconcierto fue
descubrir que en el avance las edificaciones se iban mostrando cada vez más
desiguales. Los bohíos frecuentes de por
allí alternaban ahora con chalets de ladrillo, cemento y placa que, pese a su
aparente modernidad, lucían pendientes de acabado. Y que en lugar de la
publicidad que uno solía hallarse a la entrada de los pueblos hubiera un tipo
de propaganda a la que no estaba acostumbrado, por los vocablos, por las
imágenes, por las representaciones, me dejó claro que algo estaba cambiando más
rápido de lo que yo pensaba.
En una valla encontré dibujado el
rostro de tres comandantes del ejército rebelde. Dos de ellos escoltaban al
Jefe, de quien se leía una frase que hasta el momento no le habíamos escuchado
decir. “Mira eso”, solté señalando la superficie metálica sobre la cual habían dibujos
de mis compañeros de lucha. Como suponía apenas le dio importancia. Prefería
seguir atento a la carretera. Giró la cabeza para apenas atestiguar mi asombro.
Aunque fuera una frase inventada, una que seguro provocaría revuelo entre los
compañeros, nada más le hizo musitar un simple y elemental: “¡Vaya!” Admiré su
sangre fría desde la guerra.
Una propaganda así me parecía
inaudita, incluso por los retratos. Dos de ellos estaban bien… pero, el
tercero... El Jefe había sido dibujado de una forma que supuse insultante.
¿Cómo es posible que lo hayan podido imaginar de esa manera? ¿Qué pretenden? “¡Seguro
es cosa de la contrarrevolución!”, protesté otra vez sacando una mano hasta
dejarla encima de la capota y en eso el viento raspó mi piel como si quisiera
desgastarme. Vinieron a mi mente todas las farsas que los burgueses eran
capaces de inventar con tal de confundir a la gente humilde. ¿Qué ganaban
poniéndolo ya como un anciano si somos
todos jóvenes y vitales? Propuse detenernos para pedir explicaciones al
responsable del Movimiento en la región, el tino de Carlos, su cada vez más
exacerbada introspección logró que recuperara la calma. “Nadie va a sabotear el
triunfo. Olvídate o de lo contrario demoraremos una eternidad”. Al final tenía
razón. Nada podía lograr que el triunfo se disolviera ante nuestros ojos por
una simple pintura mal hecha. El pueblo estaba de nuestro lado y gracias a él
había sido posible la victoria. Lo mío debía ser cosa de emociones. Me esperaba
un encuentro tenso y la cercanía terminaba trastocando mis ideas. Por eso
aquella sensación, por eso algunos sitios resultaban ajenos, nuevos y viejos a
la vez.
Mas, no solo fue cuestión de
impresiones respecto a poblados y geografías. También lo relativo al
comportamiento humano avivaba mi trastorno. Pasaban jóvenes semidesnudos en
bicicletas en cuyas espaldas algunas veces vi adosado una recamara de automóvil;
en carretones, mujeres oscuras por el sol y niños enclenques con una especie de
uniforme escolar desconocido, con tonalidades rojo y blanco, saludaban al
vernos pasar con asombro. Más tarde junto a la vía encontré muchachas con billetes
que al vernos revolvían con violencia. Daban la impresión de estar atornilladas
a la cuneta pese a que el sol de nuestro pobre invierno se había calentado lo
suficiente como para refugiarse en una buena sombra. Además de ciertas actitudes
relativas a las personas también la circulación de vehículos se había tornado
disparatada. Camiones, guaguas y pequeños autos empezaron a darse cruce.
Sonaban el claxon y ya los teníamos delante, alejándose como zepelines a una
velocidad asombrosa.
“¿Has visto eso?”, pregunté
porque uno pequeño y aerodinámico nos dejaba solos en la ancha vía. “Claro que
lo vi”, dijo resignado a mis comentarios. “¿Y qué tipo de auto es?” “Ninguno
será como este”, respondió en un hilillo de voz. “Pero era moderno, no sé,
raro…” Entonces me guiñó un ojo, sacó sus blancos dientes y tuvo una frase
definitiva. “Es la revolución, mi hermano. Tranquilízate”. Nunca había
escuchado una verdad tan simple. Cuanto estaba sucediendo era producido por la
revolución. Quien vive un cambio social del cual se desprende tanta energía
tiene que saber que el mundo se disloca sin que te des cuenta; la gente, los
sitos y las cosas se transfiguran de una manera inverosímil. Yo mismo terminé
siendo otro, tal cual había advertido Marta al verme regresar con esta barba y
el uniforme.
La hora empezaba a hacer estragos
en mi estómago, pero faltaba aún para la parada prevista, así que pensando en
nosotros, en el pueblo, en mi familia, en mí y sin que pudiera evitarlo me
quedé dormido. Y cuando desperté sí que la emoción había dislocado mi cabeza.
Al menos eso fue lo que sentí en aquel sitio donde paramos a almorzar, una
vivienda convertida en una fonda de ambiente más bien sombrío. Y digo que me
sentí perturbado debido a que nadie mencionaba el triunfo y la posibilidad de
un futuro mejor. En el momento en el que fui a pagar, viendo la exorbitante
suma que nos exigía un tipo gordo y vestido de manera prosaica, dije: “Para eso
hemos peleado, para acabar con estos precios a los que no tiene acceso la gente
humilde”. El tipo me enfrentó con prepotencia. Se detuvo en mis galones e hizo
una mueca ante la cual estuve a punto de ponerme de pie y darle un puñetazo o
al menos decirle: “Te voy a enseñar cómo serán las cosas a partir de ahora”.
Pero Carlos, otra vez precavido, topó una de mis rodillas, y se encargó de
consumar la cuenta.
Creo que por el incidente el
almuerzo terminó cayéndome mal. A partir de ahí se me pegó una punzada en la
sien que acabó por ponerme de mal humor. Lo único que quería era llegar a la
casa de los viejos, hablar con mi padre y regresar, pero la carretera se
dilataba y una vez más en torno a ella el mundo parecía empecinado en acabar
con mi sensatez. La propaganda que antes había entendido insultante no fue nada
al lado de la que estaba a punto de ver. Surgieron otras vallas inmensas junto
a la vía. En ellas formábamos parte de una época que pasó. Quiero decir, la
revolución seguía siendo, pero el Jefe había sido y el sueño de los barbudos
tenía que ser. Y después, en otro cartel aún más grande, una persona
desconocida vistiendo guayabera nos llamaba a la nueva lucha. ¿Nueva lucha? De
verdad que no entendía nada.
El brillo de los autos y las
viviendas cobraron una impresión onírica que mezclé con recuerdos de la guerra,
de mi juventud y hasta de la juventud de mis compañeros. Oscureció y vinieron
momentos de tiniebla y otros de destellos milagrosos. Carlos activó un pequeño
botón y el interior del cadillac se llenó de una luz fluorescente que nos
volvía medio irreales. Lo miré y sus ojos de repente asemejaban dos hornos
huecos llenos de fuego. Muy raro. Al fin activó la radio y la noche tuvo su
melodía, una música desconocida y estridente. No había otra cosa que prefiriera
más en aquel momento que los labios de Marta y un buen bolero. Cuando la irradiación
de alguna luminaria se acercaba para acabar convertida en ciudad, por el
parabrisas se alzaban imponentes edificios y residencias amplias y cristalinas
que nos rodeaban como en espiral. Chocábamos contra nombres casi siempre ajenos
escritos sobre anuncios lumínicos donde mujeres y hombres tan jóvenes como
nosotros pero delgados, atléticos, hermosos sonreían casi desnudos. Ni una sola
vaya hacía mención de algo conocido en ese tramo. No existía nada que me
conectara con la realidad. Los cuerpos tensos y brillantes, los objetos
igualmente esplendorosas lo llenaban todo. Saqué la cabeza por la ventanilla y el viento
fresco de la noche me acarició el rostro. Respiré el aire suave de la noche y
recordé lo que había sido mi vida hasta hacía pocas semanas atrás, valoré el
efecto de los meses metido en la Sierra Maestra, atento al enemigo, al delator,
al jefe.
“Pues, llegamos”, avisó Carlos con
un brazo fuera del auto, también dejándose llevar por el viento. Mi pueblo no
era aquel pueblito, sino un telón estrellado lleno de edificios, hermosas
residencias de mediano tamaño y calles anchas e iluminadas por los colores de
los semáforos. Parqueó donde la primera señalización y salté a la vía para
ubicarme, momento en el que sentí ambas piernas acalambradas y debí sostenerme
del auto. Había un grupo de personas sentadas bajo una sombrilla al borde de la
acera y fui directamente hasta allí. Carlos esperaría en el timón. Parecía carente
de prisa, como si nada en este mundo le preocupara.
No fue necesario que estuviera junto
a la mesa para llamar la atención de toda esa gente. Atrapé su curiosidad no
más cruzar la calle. Era normal. Nos pasaba siempre. Desde la guerra aprendimos
a convivir con el interés que sucintábamos, una mezcla de curiosidad y orgullo.
Éramos la novedad y los héroes. Los de la mesa
y quienes se encontraban después de los cristales siguieron mis pasos
hasta que me detuve. La victoria me había trastocado la cabeza pero no había
perdido el sentido del humor. Iba a echarle mano a un chiste, pero no llegué a
abrir la boca, no lo hice porque sobre mis zapatos empezaron a llover monedas,
una, dos, muchas. Monedas y billetes, y enseguida tuve un corro de gente con
pequeños dispositivos que soltaban rayos de luz y estos lograban cegarme. Uno
de los presentes, un muchacho, pasándome el brazo por sobre los hombros juntó
su cabeza a la mía, puso delante una placa como un espejo y por ella nos vimos
los dos. Él sonreía. Yo estaba perplejo. Él era lampiño, blanco, oloroso. Sería
de mi edad, pero su piel era limpia y cuidada. Yo me veía barbudo, con gorra,
aún con el sol de la guerra marcado en mis pómulos. Otro tipo quiso hacer lo
mismo, pero lo impedí con una gesto violento. Me di la vuelta y encontré que se
formaba similar muchedumbre alrededor del cadillac. Disparaban cientos de rayos
blancos sobre la carrocería, mientras los más viejos se resignaban a mirar. Entonces
alguien puso una mano sobre mi hombro y cuando me volteé vi que era el cantante
ese llamado Elvis Presley que a Marta traía desquiciada, y eso sí que me
resultó asombroso. Pero Elvis era cubano como yo, y me dijo con acento: “Te
pásate”. “¿Cómo?”, pregunté. “Que te pasaste, ninguno ha usado ese disfraz
desde hace mucho tiempo. Mucho, mucho”.
Pensé que era una manera de decir.
Nunca habría podido imaginar que fuese una frase realista, rotundamente
realista. Solo después, y porque las señalaba a ellas, me percaté de la hilera de estatuas que hasta el momento
había ignorado. Yacían sobre la amplia acera, dispuestas desde la pared de
vidrio a través de la cual se veía el interior de lo que parecía un café.
Algunas empezaban a moverse para acercarse. Dos escrutaban mi cuerpo con tanta
atención como el resto de los curiosos.
“Debe ser por eso”, dijo Elvis señalando al sitio del
cual yo había acabado de salir y volví a toparme una muchedumbre entorno al
Cadillac, brillante pese al polvo del trayecto. Entre ellos logré distinguir al
negro Carlos detrás del parabrisas. Quizá estuviera sorprendido como me sentía yo,
o quizá siguiera imperturbable como lo había estado antes. Se trata de un brote
de felicidad, podía ser su respuesta: una consecuencia de todo. Lo que acababa de
suceder suponía alegría suficiente como para que a cualquiera se le dislocara
la cabeza. (publicado en El Caimán Barbudo, 2015. Del libro: Ojo de Buey)
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