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martes, mayo 17, 2016

EL CADILLAC NEGRO



Parecía dilatado. El presente era perpetuo y no quedaba espacio para más. La gente eufórica en plena calle te daba la sorpresa. Besos. Saludos.  Me sentía turbado en medio de tanto entusiasmo y ese estado fue definitivo. El Jefe hablaba a la mar de gente reunida en la plaza cuando un golpe de entusiasmo me llevó a preguntarle al negro Carlos. “¿Qué tal si me llevas mañana?” Estaba recostado al jeep en el que habíamos llegado desde Oriente. Tuve sus blancos dientes develados por esa sonrisa posible por unos labios gruesos y protuberantes. “¿Algún problema con que salgamos al amanecer?”. Había algunos problemas, claro. Marta no me lo iba a perdonar, así que recapacité, y pensándolo mejor, diciendo: “Cierto lo que dices, mi hermano”, opté por la cordura.
Estuve quieto por unos días al lado de la muchacha más hermosa que tenía el Vedado. Disfruté la victoria junto a ella. Pero como no había que ser espiritista para concluir que cuando pasara la euforia me complicaría con nuevas encomiendas, y porque alguien me avisó que tenían en cuenta mi nombre para cierta responsabilidad a la cual debería entregarme tuve que repetírselo. Marta coincidió entonces conmigo. Era un viaje fundamental. La verdad debía llegar a oídos de mis padres de una vez y por mi propia boca. Y porque iba a ser de ahora para ahorita le pedí esperara en La Habana, algo que comprendió y hasta aceptaba con tal de que, como le juré habría de suceder, extremara los cuidados en la carretera. Habían pasado pocos días desde el triunfo y andaba suelta mucha gente comprometida con el régimen anterior como para no tomar ciertas precauciones.
Por supuesto que el negro Carlos llegó al amanecer. Sonó el claxon cuatro veces y enseguida tocó a la puerta. Había subido hasta el apartamento solo para saludar a Marta. Bebió una taza de café de pie junto a la puerta desde donde habló de su familia y luego nos marchamos. Desde el balcón ella volvió a desearnos buena suerte, y en un rapto de emoción gritó que me quería, y hasta lanzaba besos que dejé de ver porque de lo contrario no me hubiera marchado nunca. Iba sentado a la derecha del timón, con un brazo sobre la ventanilla y miraba la calle a través del parabrisas. No sé por qué me dio por sacarme una peseta del bolsillo y ponerla sobre la pizarra, produciendo una carcajada profunda en mi amigo, y la frase de: “Así me piensas pagar”.
El de Carlos era lo que se dice “un maquinón”, un imponente cadillac negro mediante el cual su padre había intentado detener sus impulsos revolucionarios. Pero mi amigo era un tipo raro. Un negro millonario a quien ni el dinero de su familia y la posibilidad de hacer lo que le diera la gana con su linaje pudieron detenerlo. Una buena persona era, un tipo honrado que odiaba el abuso como forma de ascender. No se dejó seducir e hizo lo que quería. Manejando llegó a la Sierra Maestra. Y manejando uno de los jeep en aquella caravana de rebeldes había vuelto a la capital. Al fin estrenaba el malogrado regalo. “Hay que aprovechar lo que te da la vida”, llegó a decir con cinismo. El cadillac era una capsula imponente y me dejaba pensativo. Escrutaba su intachable tapicería, sus cristales, los detalles de la pizarra y entonces terminé dudando. A fin de cuentas había luchado para acabar con los tipos que se paseaban en automóviles de lujo de modo que exhibirme en uno podría debilitar mi reputación o al menos mis conceptos. Pero, ¡qué bobadas! Ambos estábamos absueltos. Él era un inocente representante de la clase media que había pasado el precio de su estirpe luchando codo a codo con los campesinos. Yo, un pasajero de ocasión.
Viendo el capó inmenso tuve la impresión de que arrasaríamos con cuanto se apareciera en la vía. Y aún desde afuera algo parecido se debía imaginar. No pocos transeúntes se detenían para escrutarnos. Los choferes, al detener sus vehículos junto al nuestro o al darse cruce en la vía, examinaban de reojo los espejos, las llantas o los listones plateados con los que se remataban los bordes hasta impactar las bulbosas aletas. Luego se fijaban en nosotros, dos tipos jóvenes. Lo miraban a él, un negro a quien no le importaba la impresión que produjera el desorden de su barba rala, dura, almidonada. Luego reparaban en mí, no tan barbudo, menos concentrado. Aunque íbamos de uniforme soy el más alto, y el blanco, y quien tiene un porte más altivo, la verdad. Sin embargo apenas hay diferencia entre nosotros respecto a lo que concierne a los resultados de la guerra. Ambos tenemos grado de capitán. Pero, percatándome en la curiosidad con la que nos veían pasar tuve en cuentas la preocupación de Marta. Y le pregunté cuánto podríamos demorar. “Si mantengo el ritmo llegamos en unas diez horas”, dijo aferrado al volante, un hermoso aro crema con centro niquelado.
Había que dar rueda hasta mi pueblo natal y el amanecer nos fue achinando. Los rayos caían de frente cegándonos a los dos. Ninguno de los accesorios impedía el brote de luz matutina, incontrolable incluso para el parabrisas ahumado. Aprovechaba esos lapsus en planear el futuro con la vista en otra parte. Escogía palabras adecuadas con las cuales explicarle al viejo, sobre todo a él, debía decirle el por qué había ido a la guerra, hecho que debió hacerle sufrir lo suficiente como para para que no quisiera recordarlo jamás. Sin embargo tenía que recuperar ciertos pasajes para estar en paz conmigo mismo. Debía hacerle entender que la guerra había sido el único modo de impedir lo que se avecinaba.
La primera hora trascurrió con normalidad. Los pueblos por los cuales pasábamos exhibían la quietud de la mañana. La ventaba abierta de un bohío, el guajiro a caballo con su morral, el ómnibus para viajes interprovinciales con sus ventanas medio abiertas por las cuales asomaban unas mujeres escrupulosamente peinadas. Los campos comenzaban a iluminarse despacio hasta tomar el esplendor de la mañana o quizá me sintiera demasiado inquieto y entusiasmado y soñara ver un colorido inexistente en aquellos potreros donde crecían puñados robustos de palmas reales, mangos y ceibas. En mi cabeza repercutía las palabras del Jefe: lo que vendría después sería mucho más difícil que la guerra.
El viaje fue normal hasta las dos horas. Entonces tuve la impresión de que algo estaba pasando. Desde el otro extremo vi surgir una fila prolongada de camiones oscuros que al acercarse hallé repletos de hombres uniformados. Eran soldados de todas las edades, armados y con el susto desfigurando sus rostros. Los carros remolcaban piezas de artillería que no pude identificar, y porque aquello me pareció alarmante le pedí que parara. Tomé la gorra del uniforme, el cinto con el revolver que había puesto en el asiento trasero y salí a la cuneta cercada por una maleza polvorienta. Puse la vista sobre la extensa caravana y anduve unos pasos hasta situarme cerca de la cuneta. Los faros delanteros de uno de los camiones ya estaban cerca y el chofer se dio prisa en hacerlos pestañar. Carlos se había detenido a mi lado. Daba la impresión de estar menos preocupado, pero igual se mantuvo atento. Los camiones dejaban largos espacios entre sí en los cuales el polvo se imponía como niebla.
Me acerqué al medio de la carretera con las manos sobre el cinto cuando tuve a otro carro bien cerca. “¿Qué pasa?”, grité a quienes se veían en la cabina, pero solo conseguí que los hombres agrupados detrás atónitos se pusieran a mirarme, y que seguido aún más asombrados se fijaran en el cadillac sobre el cual seguía cayendo el polvo que no lograba disolverse. Cuando llegaba el siguiente camión en un trote tomé su sentido. Trataba de mantenerme al lado. “¿Qué pasa, compadre?, ¿algún problema de última hora?”, grité al chofer y alguien soltó unas palabras del otro lado del asiento. El estrépito de los motores y el crujido de las piezas de artillería y cada una de las armas portadas por los hombres apenas permitieron que escuchara con claridad. Nada más que tuve el final de la frase.
“¿Invasión?”, repitió Carlos cuando la caravana se había esfumado y la carretera quedaba solitaria y blancuzca. “Se habrán enredado las cosas a última hora”, dije metiendo dos dedos en mi barba. “¿Tú crees que mejor sea regresar?” “Ni lo pienses”, respondí: “Si salimos, ahora llegamos. Lo dijo el Jefe. Lo que tienes que hacer es meterle la pata para ir más de prisa”. Y así ocurrió. Volvía a pisar el pedal de su cadillac y este respondió con un zumbido amenazador para el asfalto. Devoraba kilómetros y kilómetros en un abrir y cerrar de ojos.
Como no podía quitarme de la cabeza lo de la caravana propuse detenernos en el primer pueblo, de forma que pudiera establecer comunicación con la jefatura, no fuera que las cosas efectivamente se hubieran complicado. ¿Regresar? No iba a regresar, pero debíamos permanecer alertas a los incidentes que surgieran en el camino.
Al poco rato apeamos en un pueblito cercano a Jagüey Grande. Abundaban las casas de madera aunque vimos algún que otro chalet. En un sitio arbolado cerca de un espacio con aparatos para niños acordamos dividirnos. Él iría en busca de café y yo de teléfono. Ah, pero cuanta no fue mi turbación al juntamos enseguida y constatar que ninguno de los dos había tenido suerte. No hallé un solo aparato por los alrededores y sí gente poco colaborativa. Los vecinos se quedaban mirándome y seguían rumbo sin hablar. Algunos iban sudorosos pese al fresco de aquel enero, apretando el sombrero con una mano mientras en la otra sostenían mochas y machetes. “Es la cosa más normal”, dijo el negro Carlos al escucharme: “La gente anda como loca. No sabe qué hacer con tanta alegría”. Y pensé que tenía razón, tal como andaban las cosas debía tomarme la vida con paciencia.
Unos kilómetros después aparecieron extensos sembrados de caña colmados de muchedumbres. Hombres y mujeres luchaban contra la gramínea. Una máquina amarilla soltaba chorros, pero rápidamente todo quedó atrás y me fue inútil reparar en detalles. Luego se extinguieron los sembrados y en su lugar encontré ganados compuestos por ovejas y chivas y luego platanales y otra vez ovejas y otra vez chivas y al fin unas pocas vacas flacas que daban grima. Teníamos delante unos edificios cuya construcción no recordaba haber visto nunca, sin embargo debido a su estado parecían construidos desde hacía tiempo. Lo que precipitó mi desconcierto fue descubrir que en el avance las edificaciones se iban mostrando cada vez más desiguales. Los  bohíos frecuentes de por allí alternaban ahora con chalets de ladrillo, cemento y placa que, pese a su aparente modernidad, lucían pendientes de acabado. Y que en lugar de la publicidad que uno solía hallarse a la entrada de los pueblos hubiera un tipo de propaganda a la que no estaba acostumbrado, por los vocablos, por las imágenes, por las representaciones, me dejó claro que algo estaba cambiando más rápido de lo que yo pensaba.
En una valla encontré dibujado el rostro de tres comandantes del ejército rebelde. Dos de ellos escoltaban al Jefe, de quien se leía una frase que hasta el momento no le habíamos escuchado decir. “Mira eso”, solté señalando la superficie metálica sobre la cual habían dibujos de mis compañeros de lucha. Como suponía apenas le dio importancia. Prefería seguir atento a la carretera. Giró la cabeza para apenas atestiguar mi asombro. Aunque fuera una frase inventada, una que seguro provocaría revuelo entre los compañeros, nada más le hizo musitar un simple y elemental: “¡Vaya!” Admiré su sangre fría desde la guerra.
Una propaganda así me parecía inaudita, incluso por los retratos. Dos de ellos estaban bien… pero, el tercero... El Jefe había sido dibujado de una forma que supuse insultante. ¿Cómo es posible que lo hayan podido imaginar de esa manera? ¿Qué pretenden? “¡Seguro es cosa de la contrarrevolución!”, protesté otra vez sacando una mano hasta dejarla encima de la capota y en eso el viento raspó mi piel como si quisiera desgastarme. Vinieron a mi mente todas las farsas que los burgueses eran capaces de inventar con tal de confundir a la gente humilde. ¿Qué ganaban poniéndolo ya como un  anciano si somos todos jóvenes y vitales? Propuse detenernos para pedir explicaciones al responsable del Movimiento en la región, el tino de Carlos, su cada vez más exacerbada introspección logró que recuperara la calma. “Nadie va a sabotear el triunfo. Olvídate o de lo contrario demoraremos una eternidad”. Al final tenía razón. Nada podía lograr que el triunfo se disolviera ante nuestros ojos por una simple pintura mal hecha. El pueblo estaba de nuestro lado y gracias a él había sido posible la victoria. Lo mío debía ser cosa de emociones. Me esperaba un encuentro tenso y la cercanía terminaba trastocando mis ideas. Por eso aquella sensación, por eso algunos sitios resultaban ajenos, nuevos y viejos a la vez.
Mas, no solo fue cuestión de impresiones respecto a poblados y geografías. También lo relativo al comportamiento humano avivaba mi trastorno. Pasaban jóvenes semidesnudos en bicicletas en cuyas espaldas algunas veces vi adosado una recamara de automóvil; en carretones, mujeres oscuras por el sol y niños enclenques con una especie de uniforme escolar desconocido, con tonalidades rojo y blanco, saludaban al vernos pasar con asombro. Más tarde junto a la vía encontré muchachas con billetes que al vernos revolvían con violencia. Daban la impresión de estar atornilladas a la cuneta pese a que el sol de nuestro pobre invierno se había calentado lo suficiente como para refugiarse en una buena sombra. Además de ciertas actitudes relativas a las personas también la circulación de vehículos se había tornado disparatada. Camiones, guaguas y pequeños autos empezaron a darse cruce. Sonaban el claxon y ya los teníamos delante, alejándose como zepelines a una velocidad asombrosa.
“¿Has visto eso?”, pregunté porque uno pequeño y aerodinámico nos dejaba solos en la ancha vía. “Claro que lo vi”, dijo resignado a mis comentarios. “¿Y qué tipo de auto es?” “Ninguno será como este”, respondió en un hilillo de voz. “Pero era moderno, no sé, raro…” Entonces me guiñó un ojo, sacó sus blancos dientes y tuvo una frase definitiva. “Es la revolución, mi hermano. Tranquilízate”. Nunca había escuchado una verdad tan simple. Cuanto estaba sucediendo era producido por la revolución. Quien vive un cambio social del cual se desprende tanta energía tiene que saber que el mundo se disloca sin que te des cuenta; la gente, los sitos y las cosas se transfiguran de una manera inverosímil. Yo mismo terminé siendo otro, tal cual había advertido Marta al verme regresar con esta barba y el uniforme.
La hora empezaba a hacer estragos en mi estómago, pero faltaba aún para la parada prevista, así que pensando en nosotros, en el pueblo, en mi familia, en mí y sin que pudiera evitarlo me quedé dormido. Y cuando desperté sí que la emoción había dislocado mi cabeza. Al menos eso fue lo que sentí en aquel sitio donde paramos a almorzar, una vivienda convertida en una fonda de ambiente más bien sombrío. Y digo que me sentí perturbado debido a que nadie mencionaba el triunfo y la posibilidad de un futuro mejor. En el momento en el que fui a pagar, viendo la exorbitante suma que nos exigía un tipo gordo y vestido de manera prosaica, dije: “Para eso hemos peleado, para acabar con estos precios a los que no tiene acceso la gente humilde”. El tipo me enfrentó con prepotencia. Se detuvo en mis galones e hizo una mueca ante la cual estuve a punto de ponerme de pie y darle un puñetazo o al menos decirle: “Te voy a enseñar cómo serán las cosas a partir de ahora”. Pero Carlos, otra vez precavido, topó una de mis rodillas, y se encargó de consumar la cuenta.
Creo que por el incidente el almuerzo terminó cayéndome mal. A partir de ahí se me pegó una punzada en la sien que acabó por ponerme de mal humor. Lo único que quería era llegar a la casa de los viejos, hablar con mi padre y regresar, pero la carretera se dilataba y una vez más en torno a ella el mundo parecía empecinado en acabar con mi sensatez. La propaganda que antes había entendido insultante no fue nada al lado de la que estaba a punto de ver. Surgieron otras vallas inmensas junto a la vía. En ellas formábamos parte de una época que pasó. Quiero decir, la revolución seguía siendo, pero el Jefe había sido y el sueño de los barbudos tenía que ser. Y después, en otro cartel aún más grande, una persona desconocida vistiendo guayabera nos llamaba a la nueva lucha. ¿Nueva lucha? De verdad que no entendía nada.
El brillo de los autos y las viviendas cobraron una impresión onírica que mezclé con recuerdos de la guerra, de mi juventud y hasta de la juventud de mis compañeros. Oscureció y vinieron momentos de tiniebla y otros de destellos milagrosos. Carlos activó un pequeño botón y el interior del cadillac se llenó de una luz fluorescente que nos volvía medio irreales. Lo miré y sus ojos de repente asemejaban dos hornos huecos llenos de fuego. Muy raro. Al fin activó la radio y la noche tuvo su melodía, una música desconocida y estridente. No había otra cosa que prefiriera más en aquel momento que los labios de Marta y un buen bolero. Cuando la irradiación de alguna luminaria se acercaba para acabar convertida en ciudad, por el parabrisas se alzaban imponentes edificios y residencias amplias y cristalinas que nos rodeaban como en espiral. Chocábamos contra nombres casi siempre ajenos escritos sobre anuncios lumínicos donde mujeres y hombres tan jóvenes como nosotros pero delgados, atléticos, hermosos sonreían casi desnudos. Ni una sola vaya hacía mención de algo conocido en ese tramo. No existía nada que me conectara con la realidad. Los cuerpos tensos y brillantes, los objetos igualmente esplendorosas lo llenaban todo.  Saqué la cabeza por la ventanilla y el viento fresco de la noche me acarició el rostro. Respiré el aire suave de la noche y recordé lo que había sido mi vida hasta hacía pocas semanas atrás, valoré el efecto de los meses metido en la Sierra Maestra, atento al enemigo, al delator, al jefe.
“Pues, llegamos”, avisó Carlos con un brazo fuera del auto, también dejándose llevar por el viento. Mi pueblo no era aquel pueblito, sino un telón estrellado lleno de edificios, hermosas residencias de mediano tamaño y calles anchas e iluminadas por los colores de los semáforos. Parqueó donde la primera señalización y salté a la vía para ubicarme, momento en el que sentí ambas piernas acalambradas y debí sostenerme del auto. Había un grupo de personas sentadas bajo una sombrilla al borde de la acera y fui directamente hasta allí. Carlos esperaría en el timón. Parecía carente de prisa, como si nada en este mundo le preocupara.
No fue necesario que estuviera junto a la mesa para llamar la atención de toda esa gente. Atrapé su curiosidad no más cruzar la calle. Era normal. Nos pasaba siempre. Desde la guerra aprendimos a convivir con el interés que sucintábamos, una mezcla de curiosidad y orgullo. Éramos la novedad y los héroes. Los de la mesa  y quienes se encontraban después de los cristales siguieron mis pasos hasta que me detuve. La victoria me había trastocado la cabeza pero no había perdido el sentido del humor. Iba a echarle mano a un chiste, pero no llegué a abrir la boca, no lo hice porque sobre mis zapatos empezaron a llover monedas, una, dos, muchas. Monedas y billetes, y enseguida tuve un corro de gente con pequeños dispositivos que soltaban rayos de luz y estos lograban cegarme. Uno de los presentes, un muchacho, pasándome el brazo por sobre los hombros juntó su cabeza a la mía, puso delante una placa como un espejo y por ella nos vimos los dos. Él sonreía. Yo estaba perplejo. Él era lampiño, blanco, oloroso. Sería de mi edad, pero su piel era limpia y cuidada. Yo me veía barbudo, con gorra, aún con el sol de la guerra marcado en mis pómulos. Otro tipo quiso hacer lo mismo, pero lo impedí con una gesto violento. Me di la vuelta y encontré que se formaba similar muchedumbre alrededor del cadillac. Disparaban cientos de rayos blancos sobre la carrocería, mientras los más viejos se resignaban a mirar. Entonces alguien puso una mano sobre mi hombro y cuando me volteé vi que era el cantante ese llamado Elvis Presley que a Marta traía desquiciada, y eso sí que me resultó asombroso. Pero Elvis era cubano como yo, y me dijo con acento: “Te pásate”. “¿Cómo?”, pregunté. “Que te pasaste, ninguno ha usado ese disfraz desde hace mucho tiempo. Mucho, mucho”.
Pensé que era una manera de decir. Nunca habría podido imaginar que fuese una frase realista, rotundamente realista. Solo después, y porque las señalaba a ellas, me percaté de la hilera de estatuas que hasta el momento había ignorado. Yacían sobre la amplia acera, dispuestas desde la pared de vidrio a través de la cual se veía el interior de lo que parecía un café. Algunas empezaban a moverse para acercarse. Dos escrutaban mi cuerpo con tanta atención como el resto de los curiosos.
“Debe ser por eso”, dijo Elvis señalando al sitio del cual yo había acabado de salir y volví a toparme una muchedumbre entorno al Cadillac, brillante pese al polvo del trayecto. Entre ellos logré distinguir al negro Carlos detrás del parabrisas. Quizá estuviera sorprendido como me sentía yo, o quizá siguiera imperturbable como lo había estado antes. Se trata de un brote de felicidad, podía ser su respuesta: una consecuencia de todo. Lo que acababa de suceder suponía alegría suficiente como para que a cualquiera se le dislocara la cabeza.  

(publicado en El Caimán Barbudo, 2015. Del libro: Ojo de Buey)

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