
Era la época en que casi ningún famoso viajaba a La Habana y yo había salido de la oficina con la cabeza echando humo. Cruzaba el semáforo camino a la parada cuando del otro lado encontré a la chica junto al contén. Lo más seguro es que pasara desapercibido para ella al momento en que mis ojos se impactaban sobre su cuerpo -primero en sus piernas, después en los tatuajes, luego en sus nalgas y en esa boca… mmm, la verdad. Yo era parte de una masa compacta que caminaba sobre la cebra, con la diferencia de que cada minuto del fatigoso día se me había enganchado al cuerpo como sanguijuela.
Un hombre
con sanguijuelas colgantes de algún modo sería motivo de interés y hasta de
escándalo en intersección tan populosa, pero los demás parecían obsesionados
por llegar a alguna parte. Hombres y mujeres se movían a prisa, oscilando los
brazos como si trataran de impulsarse. Al pisar la acera se echaban a correr para
forcejear en la puerta de una guagua o para quedar entre los primeros en el molote
a la espera de las máquinas.
La chica
miraba a la calle con empecinamiento. Estaba vestida de manera propicia para el
verano, pero su estilo llamaba bastante la atención. En lugar de seguir mi
camino aminoré la velocidad y giré la cabeza para descubrir su rostro e inspeccionar
ese cuerpo de arriba a abajo.
Parecía consiente
de llamar la atención. Dejaba al
descubierto buena parte de su piel. Su única vestimenta era una blusa de
tirantes que mantenía recogida hasta sobre
el ombligo y un short lo suficientemente corto para que sus pálidas piernas
fueran motivo de atención de alguno de los choferes. Pude escuchar chiflidos y
hasta uno de esos piropos que sueltan desde el volante. La chica tenía por lo menos
cinco tatuajes visibles y uno de ellos era el de una mujer desnuda con dos
buenas tetas. Su modo de peinarse no era lo que se dice un modo de peinarse.
Era casi un modo de ser.
Parecía en
verdad una mujer abandonada a orillas del contén y hasta tuve la impresión de
que estuviera drogada. Esta mujer está un poco mala, me dije. Tendrían que
haberla visto. Pero me detuve a un paso suyo, porque como dice mi mujer puedo
caerle atrás hasta a un palo de escoba. Me fijaba en su cuerpo con cierta
esperanza. Con las sanguijuelas que traía encima lo menos que necesitaba era llegar
a la casa donde espera una mujer con la cantaleta de todos los días.
Ves
fantasmas donde no los hay, le decía yo: que no tengo tiempo para esas
aventuras que te inventas. ¿Muy celosa?, preguntaba ella con la boca torcida y
los pies subiendo y bajando. Esas justificaciones empeoraban su carácter. Y en
parte tenía verdad… Recién había estado saliendo con una mulata de la oficina
contigua, algo que nunca supe cómo llegó a sus oídos. Otra vez mantuve una aventurita con una flaca
del museo. Resultó un terremoto en la cama. Los escobillones te sacan el susto,
para que sepan.
Con ese
recuerdo en la mente escrutaba las partes desnudas de la mujer que se
bamboleaba en la acera, y viendo que la miraba levantó con arte el mentón y me lanzó
una frase asombrosa.
-
Hola, baby… ¿te gustaría invitar esta muñeca a
un trago?
La suerte
era que mi inglés - dadas las exigencias del trabajo- es bueno. La chica
hablaba con un acento increíble, lo cual quería decir que no era una farsante,
sino una verdadera extranjera. Una turista llegada de a saber qué sitio. A pocos
metros de nosotros quedaba el hotel. Estábamos justo a un lado del Habana Libre.
Advirtiendo su
empecinamiento con la vía llegué a la conclusión más lógica. La mujer debía
estar a la espera de un taxi para irse a alguna parte en busca de diversión. Miré
a los alrededores y ninguno de esos carros amarillos se veía por allí. Volví a
fijarme en ella. A veces el rostro de la chica se volvía inexpresivo, pero
otras se iluminaba de repente. Tal vez estuviera huyendo de su pareja. Una
trifulca sentimental, un ataque de esos como los de mi mujer. Podría estar
deseando una compañía en esta destartalada ciudad tan atractiva para la gente
del primer mundo.
-
¿Entonces, baby?
Los
transeúntes continuaban su desfile y yo me aferré al portafolio. Sonreí con
galantería. La chica también puso una sonrisa, malévola, y balanceó su
esqueleto para aproximarse de manera descarada.
-
Yo sé que
ustedes son juguetones, baby. Ya he comprobado
que son divertidos.
-
Y tú no sabes,
corazón.
Fue lo único
que se me ocurrió decirle. ¿Se imaginan como suena en inglés: “Y tú no sabes,
corazón”? Con todas y mis andanzas era la primera vez que estaba a punto de
salir con una extranjera. Y por un momento, la verdad, me sentía en desventaja.
Había ido
colocando a discreción mi mano en el bolsillo del pantalón con el propósito de
comprobar que el dinero estuviera en su sitio. No deseaba encontrar cualquier
billete, sino uno de esos que le permite a una persona nacional salir airoso
cuando comparte con gente de otras latitudes. Ustedes saben de lo que habló. Pero
tengo la costumbre de mantener el dinero en una billetera de cuero que protejo
en mi portafolio, de manera que la inspección no tuvo ningún resultado. Algo
recordé, sin embargo, porque aunque mis dedos solo encontraron un par de
monedas casi inservibles me sentí dispuesto a dar el siguiente paso.
Le pregunté
si le gustaba La Habana, si la estaba pasando bien, si gustaba moverse con nuestra
música bailable, por la que éramos reconocidos en el mundo entero. Oigan eso.
Parecía yo un agente turístico. Y no soy un agente turístico… soy, digamos, un funcionario
artístico. Bueno…
Con otro
encogimiento de su desgarbado cuerpo me respondía afirmaciones mientras yo
estiraba un brazo para hacerle señas a una máquina. La que trataba de detener
pasó de largo. Al voltearme vi que iba ocupada y eso me dejó tranquilo. Dos
máquinas más tampoco se detuvieron. Hasta que al fin llegó una con capacidad. Le
pregunté al viejo que iba al timón si tomaba por malecón y ante una respuesta
positiva abrí la puerta. Que pasara, madame.
Nos montamos en el asiento trasero.
El taxista
miraba por el retrovisor a la chica. Ella había pasado del silencio a la
algarabía. Soltaba una jerigonza que al del timón le era ajena y para
entretenerse hizo subir el volumen de su reproductora y por el ritmo se puso a
bailar. La chica decía estar fascinada con eso. Y en verdad parecía deslumbrada,
con el interior del almendrón, con la ciudad a la cual dijo recién había
llegado. La gente le parecía very
simpática, y sí… la música, fabulosa, extremadamente buena, wonderful. Y mira ese edificio, dijo
admirada como si fuera novedad que el tiempo escarbara las paredes como si
fuera un gusano. Me rasqué la espalda porque las sanguijuelas chuparon hasta
arder, y hacía calor, y la desbaratazón me recordaba un poco a mi casa.
Al poco rato
vimos la carpa y ordené al chofer que nos dejara donde pudiera. El tipo se apeó
cerca de un contenedor de basura. Abrí la puerta. Salí. Por la ventanilla
delantera le puse en las manos un billete con la cara del que se había perdido
en el mar y el tipo puso una mueca, pero no dijo nada. Cuando la chica estuvo también
sobre el asfalto, diciendo que no la tirara, aceleró su máquina y se apartó de
allí dejándonos en una nube de humo negro.
-
Me fascina
como caminan todavía, dijo.
Que a mí
también, respondí yo. Y me puse rumbo al interior de la carpa. Había llegado
otras veces y puedo decir que ese lugar me gustaba para sacos semejantes. Casi todas
las mesas estaban vacías. Por el día no hay casi nadie, le dije yo. Solo vimos
a unos cinco clientes, casi todos en grupo o en parejas. Me llamó la atención una
mujer ocupaba la mesa de la esquina más cercana al mar. Estaba arreglándose un
zapato y cuando levantó la cabeza y me fijé dije: Cojones, no puede ser. Pero sí
que lo era. Mi mujer tenía dos cervezas delante.
Tal vez me
pusiera blanco, porque la chica preguntó si pasaba algo, baby. No atinaba a decir palabra. Pensaba qué diablos estaría
haciendo ella. ¿Acaso me pegaba los cuernos sin que me hubiera percatado que lo
hacía?
Me lo merecía, la verdad. No obstante… que apareciera
justo en ese momento me pareció además algo inoportuno. Ni siquiera podría
acusarla en busca de revertir la situación debido a que estaba sola; en cambio
yo iba acompañado de una chica demasiado confianzuda como para no parecer una amante.
La flaca se me había colgado de un brazo porque le fascinaba la imagen del mar
rompiendo en el malecón, que me lo dijo, que que impresionante.
Hasta el
momento había sido a mí a quien sorprendían en el salto. Verla enfrente con dos
cervezas, vestida de esa manera, me puso iracundo. Fuimos hasta ella. Puso un
rostro de sorpresa, luego de severidad, otra vez de desconcierto. Mi mujer se
fue poniendo de pie y los ojos crecían en sus órbitas. En lugar de formar uno
de sus escándalos de situaciones parecidas, desinteresada en mí, levantó sus
brazos en además de comprobar la autenticidad de la flaca que seguía fijándose en
el mar al lado mío.
-
¿Emy? - preguntó
con cara de desquiciada. Casi en un grito soltó la pregunta de: ¿Emy Winehouse?
Esa salida
me pareció otra de sus actuaciones. Mi mujer es una buena actriz. Digo, actuar
es su profesión. Pero cuando le da la gana convierte cualquier escena cotidiana
en una obra de teatro.
¿Qué haces
aquí?, pregunté con la intención de que estuviera apta para la telepatía. Ella como
es lógico desestimó mis pensamientos. Seguía interesada en mi acompañante y
repetía: ¿Emy? La flaca había puesto una mueca que sugería fastidio.
-
¿Vino
contigo, Ruperto? ¿Es por el trabajo?
Cómo me
hubiera gustado decirle que si se refería a mis responsabilidades en la oficina
del Instituto estaba jodida, que finalmente decidieron hacer público lo de la
reducción de plantilla, me había quedado fuera. La presencia de la flaca no
tenía nada que ver con mi antiguo trabajo. Lo que si me interesaba, maldita, es
que me expliques tu presencia en este lugar a donde llegan solamente infieles y
extranjeros, que de quién es esa otra cerveza le iba a preguntar, pero mi mujer
había decidido ignorarme. Y dijo:
-
Son una
seguidora tuya, total.
-
Que no te
entiende, dije yo – repugnado de su actitud.
Entonces lo
repitió en inglés. Y, con los ojos brillándole, decía más.
-
Me sé todas
tus canciones.
Que de qué
hablaba, quise haberle preguntado, que qué mierda se estaba inventando para
justificar su presencia en ese sitio a media tarde. Entonces le agarró un brazo
a la flaca y medio de pie, inclinada sobre la mesa, con una sonrisa que me hizo
dudar si acaso estaba borracha, con un inglés penoso se puso a tararear eso de He's tried to make me go to rehab, but I won't
go-go-go…
La
chica al parecer reconoció las palabras. De la expresión compungida al
enfrentarse a la realidad del mar pasó a una inevitable satisfacción. Soltó una
carcajada fuerte en la que su voz medio rajada activó algo en el cerebro de mi mujer
porque también ella cambió el semblante, y con un dedo índice puesto a unos centímetros
del rostro señaló a la flaca, me miró, y dijo: ¿Viste?
Yo
en cambio había comenzado a explorar los alrededores por si acaso estaba cerca
el idiota con el que me pegaba los tarros mi mujer. Podría tratarse de alguien
conocido. ¿Quién era el maricón? Si se trataba de alguien que frecuentaba la
casa creo que lo hubiera reventado allí mismo.
Luego
también supuse que podría tratarse del encuentro con una amiga. Podría ser.
Pero ninguna de sus amigas estuvo por los alrededores y yo me sentía como loco mientras
ellas cuchicheaban por lo bajo. Luego mi mujer se quedó mirando a la flaca sin
decir palabra, y la flaca tuvo que preguntarme
si acaso no la había invitado a un trago.
Me
puse de pie con cara. Mi mujer me observó. Y que le trajera una a ella también.
Escuché su voz casi cuando estaba junto a la barra donde una negra delgada se
encargaba de atender a la clientela.
Nunca
me había pasado que en el momento en el que trataba de tumbar a una jevita me
topara con mi esposa, y menos que esta estuviera sospechosamente sola en una
mesa donde dos latas de cervezas sugieren la presencia de otra persona. ¿Cómo
me lo iba a explicar? ¿Cómo le iba a explicar lo de la flaca? Seguirle la
corriente era lo mejor.
Regresé
totalmente aliviado y ellas se reían tal alto que desde las otras mesas miraban
indiscretamente.
-
Sí,
es por el trabajo -dije yo, pensando en lo que había sucedido unas horas antes.
Si
supiera que la reunión para reducir la plantilla de trabajadores había sido tensa
y debido a eso había salido más temprano de lo normal, pensaba.
-
¡Lo
sabía!, exclamó mi mujer. Pero enseguida se puso seria: No me lo habías dicho,
y sabes que me vuelve loca su música.
Cómo
iba a saber si la volvía loca “su música” si ella cuando está en casa no hace
otra cosa que escuchar música. Para limpiar, para cocinar, para cualquier
asunto enciende la grabadora y canta.
-
No
me lo habías dicho, se quejaba
La
extranjera se había bebido la cerveza de un golpe y tenía los ojos irritados.
La pintura parecía corrida, como si se hubiera pasado muchas horas llorando. Algunos
pelos le caían del moño que mi mujer observaba con admiración. La pelambre
negra lograba toparle los hombros.
Mi
mujer se puso de pie. Pensé que al fin vencida por la circunstancia se marcharía,
pero tomó a la otra por las manos obligándola a que la imitase. Y que cantara,
le dijo: Dale, chica, para que me hagas la mujer más feliz de esta ciudad
destruida, dale, dale. La flaca, ya de pie, seguramente desconcertada por
aquella escena en la que había caído por mi culpa, abrió la boca y dejó escapar
una potente voz que a todos hizo voltear la cabeza. Bamboleaba su cuerpo y
movía los brazos con ritmo. Mi mujer se había salido con la suya esta vez.
Había logrado malograr mi salida. Que estaba mala, pero tenía algo, no sé... ustedes
entienden. Era extranjera, y además tenían que haberle escuchado cantar eso
de They tried to make me go to rehab, but
I said “no, no, no…”
este cuento nació de un pequeño texto publicado para el blog. ahora forma parte de un libro inédito titulado: Ojo de buey
Copy and WIN : http://ow.ly/KNICZ
Copy and WIN : http://ow.ly/KNICZ
este
cuento nació de un pequeño texto publicado para el blog. ahora forma parte del libro: Ojo de buey
No hay comentarios:
Publicar un comentario