A uno, que viene del Trópico y es isleño,
le parece que todo mar es el Caribe y que toda ciudad concierne a la de una
pequeña isla. Pero, esta tiene aires continentales y ese que está allí es el Océano
Atlántico creciendo frente al observador, golpeando impenitente la costa, el
largo camino de piedra y tierra en cuyos bordes arenosos se revuelcan los lobos
marinos a tomar el sol y protestar cuando algún otro invade su espacio. En la
punta decenas de pescadores esperan que inocentes anchoas piquen su anzuelo. Algunos
conducen su auto moderno desde la ciudad solo para compartir mate y facturas
con el que pesca. Tal es el caso de quien nos hizo botella, o lo que es lo
mismo, nos dio un aventón.
Dice mi esposa que no es común que los
choferes confíen en quien al borde del camino solicita un adelanto, y viceversa.
Pero la mañana acababa de despertar y estábamos todavía distantes del sitio al
cual pretendíamos llegar. De pie escrutábamos el puerto y sus trabajadores y sus
barcos que como holgazanes se mecían lentamente unos contra otros. Comenzábamos
a penetrar el camino de la escollera con lomas de arena y pequeños arbustos
cuando un nuevo auto se acercó. Decidida levantó un brazo y al fin este comenzó
a reducir la velocidad hasta detenerse. El chofer aceptaba llevarnos. Se llama
Carlos y nos saluda amable. Cuando sabe de dónde provenimos exclama con
entusiasmo esa frase que ya hemos escuchado otras veces: ¡Cubanos!, ¡qué lindo!
Carlos había conocido a muchos cubanos. “De
Miami”, aclara, y debemos salirle al paso con un “¿Acaso no es lo mismo?”. “Claro”,
rectifica él: “Pero…” El auto se adentra por el sendero y a un lado vemos la
cerca de metal tras la cual descansan los lobos marinos. El muro de piedra
queda en sentido contrario y sobre él hay mensajes sindicales relacionados con
los trabajadores del puerto. Es tan dilatado la vía que le queda tiempo para
resumirnos su vida. Un día asuntos laborales lo llevaron a Miami por tres días y
terminó estableciéndose por 37 años en esa ciudad. “Vendí mi alma”, dice entre
irónico y nostálgico. Recuerda las amargas sensaciones que debió experimentar
por ausentarse tanto tiempo de su país y de su familia. Solo lo reconforta el
hecho de que pese a la distancia logró mejorarle la vida de sus seres queridos.
“Un dilema cubano el latinoamericano”, le digo.
El mar es gris desde la escollera sur y
su oleaje hace que contra las rocas sobre los cuales se levanta el camino estallen
unas olas blancas. Lejos quedan la ciudad de Mar del Plata difuminada por el
sol. Un barco que parece acercarse. Y cuando llega lo vemos cubierto por una
nube de gaviotas que vuelan en círculos entorno a sus mástiles a la espera de
la buena recompensa. Subimos peldaños negros y porosos humedecidos por al agua
que no es tan salada como en el Caribe. Abundan los turistas y los pescadores
del otro lado del muro. Respiramos hasta que los pulmones parecen estallar. Nos
besamos y parecemos lelos durante largo rato porque el agua resulta plateada
por la luz del sol. Luego nos ponemos a revisar los grafitos escritos sobre
piedras cuadradas y gigantes. Son muchos y todos tienen en común el ser
grafitos de despedida.
Luego nos colocamos al pie del Cristo
inmenso que desde 1980 se alza al final de la escollera. Tiene los brazos
abiertos y pareciera recibir con afecto a visitantes como nosotros. También el
gesto pudo ser la bendición a quienes se alejaban para ganarse el sustento. Habrá
quien nunca volviera y como único adiós tuvo el de este San Salvador, patrono
de los pescadores.
Tanta gente parece haber solicitado que
sus cenizas fuesen devueltas al mar que se confunden los nombres. El agua sostuvo
sus navíos. Debe ser reconfortante para una persona dedicada al mar que sus
restos terminen confundiéndose con los animales que le permitieron la vida. Otros
quizá no fueran pescadores, pero quisieron terminar cayendo danzando sobre las
olas. Es la idea que le queda a uno cuando lee las muchas inscripciones dispersas
en las piedras y en el suelo, al constatar los nichos apilados y vacíos frente
a la estatua. “Papá. Te dejamos en el mar para que descanses junto a Dios,
déjate arrastrar por el agua y el viento y sé libre como te gustaba”, se lee en
una de ellas.
Del otro lado, en un muelle de menor
tamaño y al día siguiente, encontramos nuevas inscripciones. El agua casi
siempre logra acumularse encima. Sobre las palabras escritas desde el dolor se forma
una capa cristalina que pareciera preservarlas. Pero cada frase irá difuminándose
con la lama, el tiempo y tal vez los pasos del turista indiferente. A uno le
queda la idea de que los habitantes de una ciudad con mar somos todos iguales, nostálgicos
y agradecidos, y que los de Mar del Plata tienen como los del Caribe una
relación sentimental con las aguas. Junto a ellas estamos en la mañana,
sentados en un roquerío mientras vemos
niños y perros, hombres y mujeres. Miramos el horizonte falsamente infinito. Nos escolta una pared de edificios, habitados, vacíos. Desde los balcones siempre el
Océano, y sospecha.
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