foto de marta maría montejo |
Frente tenían la urbe. Y no cualquier urbe
tenían enfrente las monjas. Ante sus ojos incorruptos se desbordaba Nueva York,
la de los optimistas, aquella donde una mujer de cemento daba la bienvenida al desterrado.
Con rascacielos sin memoria y gatos sobre los autos allí estaba Nueva York,
sangrante y déspota, colmada con lombrices de autos, erupciones vegetales y un
río a contraluz. Puentes uniendo islas como una canilla de acero. Tres monjas como
tres parcas miraban la ciudad en una circunstancia que no le queda clara a uno.
Pero allí estaban las tres como tres preguntas infinitas. Y la mujer con su artefacto de hacer fotos se
detiene detrás como lo haría cualquier turista. Pero no se trata de una
turista cualquiera, una de esas que miran y dejan, y comen y lanzan los restos
al cesto cercano. Algo le viene a la memoria. ¿Su infancia?
¿El sueño aplazado? Vuelve a reparar en las castas mujeres, a quienes quizá no sea
castidad lo que les embarga la mente. Con sus zapatos deportivos blancos como
el atuendo que se mece y cubre sus cabezas consagradas seguían al
borde, quietas. De sumar a la fotógrafa, podemos decir que se trata de cuatro
mujeres. Parecieran dispuestas a correr, a saltar sobre la ciudad en maratón envidiado
por una de esas gaviotas. Porque hay gaviotas en torno, y cuerdas, y yerros,
los yerros que han puesto los hombres por todos los costados. Tres monjas,
yerros, cuerdas, el agua y la ciudad. Las gaviotas y una mujer con su cámara
dispuesta. También estaba el cielo, el cielo de las monjas aun cuando parezcan retenidas
en la tierra. Busca a través de la lente la mujer y encuentra tres monjas que atisban
el horizonte; y mientras miran, hablan, y mientras hablan, ante las cuatro,
trascurre la inmensidad.
Esta fotografía de mi amiga Marta María
Montejo me inspiró el texto. Gracias.
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