Un breve vistazo alrededor permite reparar en lo que digo. El viejo almendrón, ese artefacto museable de los
cincuenta seguida de una cola negra, se desliza por la calle a una velocidad no
menor a la de la guagua que casi impacta al joven generoso. Asistía a un anciano
que no puede caminar de prisa. El perro ladra rabioso cuando los ve apresurarse
hasta la acera y una señora grita lo de la bodega bajo el sol despiadado. Allá arreglan la vía y el
percutir del martillo es demencial.
Un hombre mira casi con repugnancia a
sitio indefinido aunque debiera estar atento a quien solicita de su atención.
Estamos en un café y dos manos levantadas no son suficientes para que se acerque
alguien y tome así nuestro pedido. Es un establecimiento estatal, lo cual quiere
decir que esta clase de actitud desganada y apática debiera lamentablemente esperarse en
cualquiera. ¡Pero es un establecimiento que cobra los servicios en pesos
cubanos convertibles!, pienso: al menos deberían tratarte con afecto.
Sin embargo, poco hace que en los establecimientos
públicos te traten con afecto. Digamos que ocurre todo lo contrario. Una
especie de furia, un inevitable estado de prepotencia y despotismo parece apoderarse de
todos, especialmente de la ciudad, que a veces se torna dura y hostil como si
estuviera en guerra con nosotros, los transeúntes, los ciudadanos, los que la
miramos con cierta sensibilidad. La Habana en cambio no cree en sensiblería,
inocula gérmenes de violencia, como si sabiéndose la selva espesa fuera su
manera de hacer sobrevivir a quienes viven en ella.
La violencia es aceptada, y hasta
promovida por los medios de difusión. Era prepotencia, soberbia ramplona y
arrogancia inútil lo que interpreté en un video clip (de Pablo Massip) que en el mejor horario pasaba
la televisión. Acompaña la canción de un músico, dicen de talento –y lo creo al
menos cuando sopla la trompeta, y por el ritmo de la canción-, llamado
Alexander Abreu que además canta con Habana de Primera. “Me dicen Cuba” se llama
la canción, y sería mejor si fuera: “Me dicen La Habana”, pues eso es lo que me
pareció descubrir mientras cantaba él: la vulgaridad del peor costado habanero
magnificada por la pantalla cuando el trompetista cantaba.
Lo hace apoyándose en gesticulaciones
propias del que desafía a otro en plena calle, y en lo que en principio pareciera
una defensa de la cubanidad emergen pronto elementos de esa ligera manera de
pensarnos habitantes de una Isla a veces de tan joven inmadura. El tipo
entona: “Por eso te canto ahora mi canción, para que sepas el por qué a mí me
dicen Cuba”. Y salta el coro: “Para saber de verdad lo que es sentirse cubano
tienes que haber nacido en Cuba, tienes que haber vivido en Cuba”, frase cierta
que remata sin embargo Abreu con retahíla de palabras dogmáticas o
caricaturescas.
Según su punto de vista hay que ponerse
guayabera, sombrero de guano y haberse leído a Martí y a Guillén (la prosa)
para sentirse natural del país, y por si fuera poco, gesticulando más todavía, tal cual
en una bronca, nos grita: “Un cubano de verdad da la vida por su tierra, vive
de frente y derecho preparado pa el combate y a su bandera se aferra”, y a poco
se pone a manotear y a decir porqué hay que ser cubano y luego, para remate,
sopla la trompeta por la que sale un fragmento del himno nacional que me
recuerda a la diana mambisa y ya tengo miedo de que el cantante salga por la
pantalla y me desguace a machetazo si no cumplo sus exigencias.
Y lo peor es que en la calle hay gente
dispuesta a desguazarte si no cumples, o igual, sin quererlo te desguazan,
porque una violencia inminente se apodera de la ciudad, un espíritu de
canibalismo tropical hace que el de al lado se lance sobre ti y sonriente te
arranque un trozo que se zampará con gusto, a plena luz del día, delante de
todos que, expectantes y ansiosos, te miran desangrar.
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