A Fausto Canel (La Habana, 1939) llegué por sus textos sobre cine; reseñas y entrevista donde examinaba las producciones iniciales del ICAIC. Las iba dejando en periódicos y revistas de los sesenta que revisé yo a principios de este siglo desmesurado. Después nos presentamos por correo electrónico. Buscaba evocaciones sobre los tiempos de Lunes de Revolución, de los sesenta cubanos una joya, magazín al cual fue cercano y por cuya relación se ganó críticas duras, en especial algunas de Alfredo Guevara, presidente del Instituto de Cine, dirigente y cercano suyo por algún tiempo porque también es documentalista y director de cintas dignas como Desarraigo, Premio especial del jurado en el Festival de San Sebastián en 1965, o Papeles son papeles, donde, dicho con sus palabras: intentaba “recuperar la ciudad, rehacerla en un estudio de cine para habitarla de nuevo aunque no fuera más que por unas semanas entre paredes de cartón piedra”.
El pasado año debió haber sido para una
especie de renacimiento también para él. Mostró al público de Miami su carta de
presentación en la ficción: El final, segundo de tres cuentos que completan el
largometraje Un poco más de azul, concebido
en 1964 junto a los también documentalistas Fernando Villaverde y Manuel
Octavio Gómez, los tres con inquietudes viscerales como las de casi todos los
jóvenes de entonces. Tan profunda era la inquietud, tan desaforadamente traumada
por su circunstancia la realidad del personaje en su historia recuperada que esta
obra podría resultar “problemática”. Fue
así como terminó nutriendo el baúl de los trabajos censurados en el ICAIC y no
sería hasta el pasado año, gracias a la colaboración de Luciano Castillo,
director de la Cinemateca de Cuba, que al fin El Final fue devuelto a su autor
y este decidió restaurarlo antes de su estreno.
Recuerdo que en los momentos de
presentaciones Fausto Canel me pareció un tipo seco por su manera de no decir
demasiado en el cuestionario que le hice llegar. En lugar de largas y
agradables contestaciones me remitía a textos inéditos que, eso sí, cortaba y
pegaba sobre la cuartilla para que tuviera al menos la idea. Por suerte aquella
impresión acabó por derrumbarse con el tiempo, en la medida en que seguimos
cruzando pequeñas glosas por el chat de ese invento tan parecido a los CDR
llamado Facebook. Canel no se ha escondido detrás de falsos rostros, objetos
fetiches, seudónimos o abreviaturas. Cualquiera puede localizarlo por su nombre
de pila y al dar con él verá una foto donde luce risueño junto a sus hijas, los
tres en lo que parece un barco-bote-lancha-yate. Luego hallamos un par de datos
que permiten conformar una semblanza trasparente de la persona: nació en La
Habana, estudió en el Colegio La Salle, ha trabajado para Radio Martí, vive en
Miami.
Su muro está muy lejos de asemejarse al
de los lamentos como ocurre con tantos emigrados o exiliados. Sigue aferrado al
humor, a la cita culta y a su mayor pasión, el cine, para dejar asomo de su verdad
y de su personalidad también en las redes que tantas veces lo son de
confusiones e inventos. Incluso de husmear sin su permiso emergen preciadas evidencias visuales, como esa fotografía
de Mario García Joya en la que José Álvarez Baragaño, Guillermo Cabrera Infante
y Oscar Hurtado ocupan el primer plano mientras, como en otro asunto, Fausto
Canel permanece a orillas de una mesa detrás. Alguien comenta con sorna:
“Fausto es el único que está trabajando en esa foto”.
Un día tuvo Fausto Canel la gentileza de
enviarme ejemplar de Ni tiempo para pedir
auxilio, novela publicada en 1992. Lamento no tenerla cerca, habría buscado
citas para ilustrar la vida de quien decidió radicarse en Paris en 1968 luego
de haber sufrido no solo la censura, sino la persecución y el encierro breve debido
a un equívoco risible que al menos le serviría como eje ficcional. Porque de
joven, sacudido por los estremecimientos de la pasión, acabó enamorado de una
estudiante norteamericana de vista en Cuba. Ella integraba la primera
delegación de estudiantes luego de la ruptura entre ambos gobiernos. Él era un fresco
intelectual, un crítico de cine marcado por la censura de PM.
En lugar de la novela tengo a mano el
último libro que editó, otro interesante testimonio al que puso: Sin pedir permiso. En ambos textos,
especialmente en sus títulos, el verbo “pedir” se repite de manera terca. Y aunque
existe una explicación para esto, pienso también se deba a que su autor, como
tantos, estuvo demasiado obligado a solicitudes y aprobaciones foráneas para
realizar cualquier asunto personal, su libertad había sido aplastada, práctica
común en lugares donde la historia se hincha y quienes la empujan no dudan en abatir
a los individuos en pos del globo temporal.
Como bien sentencia Faulkner en la cita
que abre el texto de casi 200 páginas, con prólogo del crítico camagüeyano Juan
Antonio García Borrero: “el pasado nunca está muerto. De hecho, ni siquiera ha pasado.”
Tal vez por eso leo a Fausto Canel y tengo la impresión de compartir sus
avatares, de sumergirme en un mundo donde el hilo conductor son las pérdidas y el
cine, esa pasión que le ha marcado y que domina cada pasaje en un documento
también lleno de confesiones y recuerdos. Me entero aquí que de niño dejó de
creer en sus padres el día en que lo separaron de su perro Onyx, “el hermanito
que siempre había querido”, que tiene dos hijas, Alejandra y Victoria, un
regalo de su segunda esposa antes de que llegara a cincuenta, y que considera
la paternidad como lo más grande que le ha pasado. ¿Era así, Fausto?
A veces el escritor plasma las zonas más
íntimas como si no lo quisiera, huyendo de la primera persona y convirtiendo su
situación en la vivida por un ente de ficción. Siempre alterna capítulos.
Historia personal, íntima; Historia personal, colectiva. Anécdota. Un día se
encontró al Che Guevara y ni corto ni perezoso se le acercó para fotografiarlo
con la cámara del periódico Revolución,
donde trabajaba. Al verlo el comandante echó mano a una diminuta Minolta y le
pagó con la misma moneda. O peor, porque también le hizo saber una frase entre
irónica y enigmática: “Ahora soy yo el que tiene una foto tuya”.
En Sin
pedir permiso el autor recuerda momentos trascendentales para él y para la historia
del cine en la Isla, como cuando acompañó a Guillermo Cabrera Infante, Tomás
Gutiérrez Alea y Alfredo Guevara, entonces amigos y unidos por el ICAIC, al
barrio de La Corea para ver y evaluar el filme Al Capone. Inesperadamente se encontraron en la sala con el
director y el guionista del filme, Richard Wilson y Malvin Wald, quienes buscaban
autorización para una autobiografía de Fidel Castro que habría protagonizado,
de no haberse malogrado el proyecto, el mismísimo Marlon Brando.
También vuelve sobre la censura de PM, el corto de Orlando Jiménez Leal y
Sabá Cabrera Infante que estremeció y dividió a la intelectualidad gracias a la
toma de posición del magazín Lunes de
Revolución en un hecho que dio lugar a la reunión de Fidel Castro con los
intelectuales en la Biblioteca Nacional y donde Fausto Canel, aunque muy joven,
estuvo entre los protagonistas, criticados, amonestados. Encontramos
evocaciones de amigos o conocidos, de manera que asoman Néstor Almendros,
German Puig, Ricardo Vigón, Carlos Franqui, Raúl Martínez, Jorge Semprún,
Cabrera Infante y muchos otros casi todos muertos.
Tanto se encuentra en el libro, tantos
recuerdos reconstruidos con frases escuetas que a veces intentan juegos y
rejuegos lingüísticos, que uno se queda con deseos de saber un poco más de su
vida. Me ocurrió también con aquella novela, devorada de un tirón, con ansiedad y
desvelo, lo cual fue suficiente para asegurarme algo que es certeza en quienes
le conocen, pero que era desconocido por mí: Fausto Canel tiene buenos pulmones
para la narrativa de ficción, aun cuando esto que diga ahora no sea ficción, sino una realidad vivida, vívida, y aún cuando haya optado por las imágenes y los
recuerdos para dar cuenta de su paso por este mundo. De hecho, su vida por momentos, como la de tantos de su generación, a veces también
parece una ficción.
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