Aunque
el inicio de la radiodifusión en Cuba remite a la voz del presidente Alfredo
Sayas discursando en inglés y español un 22 de octubre de 1922, desde antes el
nuevo invento había encontrado entusiastas seguidores como Manolín Álvarez, el asturiano instalado
en Caibarién, o el músico y compositor camagüeyano Luis Casas Romero y
sus hijos.
Fueron estos curiosos, y amantes de inventos para favorecer las
comunicaciones, los primeros en llenar las ondas hertzianas con voces y
melodías, actividad que se iría repitiendo a lo largo de los años por el mundo.
Aquello de hablarle a la pared desde una cabina cerrada creó en poco tiempo un
sinfín de seguidores, gente que antes de hablarle al familiar o a la vecina
prefería pasar su tiempo cerca del aparato reproductor, primero de válvulas y
luego de transistores, tiritando con la voz estridente de un locutor o soñando
con la vida azarosa de una muchacha pobre.
Los
amantes de la radio marcan la hora de dormir y despertar con los programas musicales y de noticias.
Incluso hay costumbres extravagantes como la de entretener a un bebé con la
monotonía de radio reloj, esa emisora para informar y marcar el tiempo, o la de despedir
un cadáver con los danzones que brotaban oscilantes desde el imponente aparto
en una época dispuesto en la mejor ubicación de la sala, y que con el tiempo se
ha visto desplazado por televisores y toda clase de artefactos que sirven para
que la persona se deje llevar por la imagen.
La
radio, en cambio y pese a las nuevas maneras de supervivencia, sigue teniendo
la virtud de completar su efecto con la imaginación del oyente. Pareciera
seguir siendo compañía perfecta para aburridos y desesperados, para quienes no
ven nada más que estrellas y montes, o tejados y calles en una noche de
guardia.
Las
voces de los locutores se vuelven apariciones en la madrugada para calmar,
animar, dialogar. Son ellas, con su peso y textura, las que en la mente de
quien escucha van esbozando la imagen de un ser a veces nunca descubierto. Y
tampoco hace falta que la persona se presente, basta el tono, basta el saludo
amistoso de todos los días.
En
medio de huracanes, fiestas, duelos, bombardeos y elecciones; en días tan
faltos de trascendencia que apenas los locutores se animan a decir, la radio
entre líneas sigue mostrando la otra cara de cualquier sociedad. Actores o
reporteros con sus bocadillos; la entusiasta comunicación de quien escucha, la música elegida por obreros en el anonimato dejan las pistas de un acontecer misterioso.
También
con los silencios, tan poco elegantes cuando todo depende del sonido, se dejan códigos de lo que sucede entorno del oyente. Largos, breves; previstos o
accidentales. Un silencio es código en la radio. El invento mágico que eclipsa
y aflora la voz a través de aparatos diversos sigue siendo un lugar para
entender lo que sucede allá afuera. Solo hay que permanecer alerta a las señales
que emergen con el viento.
foto de: atriopress.blogspot.com
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