oscar hurtado |
En agosto de 1960, Oscar Hurtado, quien recién había
regresado de New York, publicó en el magazín Lunes de Revolución “¿Cómo mirar la pintura moderna?”, ensayo cuya
escritura parece un porrazo a la ignorancia, aún sin haberse declarado de manera
oficial Campaña contra el analfabetismo. Escrito de manera apresurada, el texto
brota de una idea formativa anunciada también por el magazín. Le interesaba un
bledo que especialistas y eruditos fuesen sus lectores de ocasión. No redactaba
para ninguno de ellos. Ni siquiera para sus amigos intelectuales.
Mirando la máquina de escribir, acomodando sus largas
piernas debajo de la mesita y husmeando los alrededores antes de golpear siquiera
una tecla, su pensamiento escapaba por entre las persianas para absorber el
recuerdo de aquellos hombres que la vida rutinaria cortaba toda posibilidad de
lecturas sobre arte, literatura y ciencias. Una lectura casi siempre les
parecía tiempo perdido. El hambre desplaza la ilustración. A esta clase de gente
acariciada por la desventura (“Yo solo le he tenido fobia a la miseria”, escribiría), Hurtado les dedicaba
su artículo de tono calmado, sintaxis simple y palabras más o menos sencillas. En
definitiva era lo mismo que solía hacer en la escuela de Periodismo Manuel Márquez
Sterling, delante de un montón de jovencitos que esperaban por él algunas veces
en la semana para recibir la asignatura de Panorama de las Ciencias.
Muchos de aquellos alumnos debieron observarlo con curiosidad.
Era un hombre de aspecto y hábitos extraños. Prefería las noches. El tratamiento
infausto para la acné lo había sobreexpuesto a rayos X y le habían dejado algo
que su segunda esposa, Évora Tamayo, recuerda como “cáncer del marino”. También mostraba una animosidad verbal poco
frecuente que lo hacía hilvanar un discurso sobre cualquier tema. Como un
alquimista disfrutaba con la mezcla de elementos diversos: realidad y fantasía,
leyenda e historia. El objetivo de sus clases, de habérselo preguntado un
metodólogo, era el de avivar la curiosidad mediante la ejemplificación con
retazos de fábulas, versos, citas de eruditos e historias inventadas que él repetía
con naturalidad, sin ningún tipo de pose, pues compartir el conocimiento era un
hecho común al hombre desde el inicio de la existencia. Parecía seguro de que mezclar
los aspectos de la vida, todos, era común a una de sus pasiones: la poesía,
aquel océano cuyo tamaño “es el del hombre” y “el hombre es la entidad última
de un proceso que en sus pasos evolutivos incluye las fórmulas anteriores y las
venideras de la naturaleza”, según dejara escrito en el prólogo a uno de sus
libros más citados: La ciudad muerta del
Korad.
Aquel día, delante de una máquina de escribir, Hurtado escribió
de pintura. O mejor: hablaba de movimientos pictóricos y la voz que escuchaba
en su mente era llevada al papel. Comenzó a teclear a una velocidad constante
y, cuando tuvo conciencia del nuevo texto, ya tenía escrito el primer párrafo.
Leyó. Sonrió. Le complacía el resultado. Era lo que quería, imitar una charla. Repasaba
la importancia de la luz y los colores en escuelas como la de los
impresionistas. Introducía al lector en los entresijos de la pintura, y le
hacía notar algunos criterios personales referidos a la conexión existente
entre arte y ciencia, dos temas recurrentes en su vida, si es que no los
consideraba el mismo.
(fragmento)
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