Tengo algunos amigos que
disfrutarían tanto como yo si los medios (su rutina productiva y prioridades
informativas) dejasen más espacio al periodismo literario. Nos enamoramos del
asunto en algunas clases de la universidad, donde se podían hacer experimentos
atractivos en forma y contenido y, todavía así, lográbamos que se leyesen en
publicaciones como Score o Graffiti, revistas estudiantiles que circulaban por la Facultad de Comunicación en la Universidad de la Habana. Tenemos
ganas (y garras aún) de practicar aquellas acrobacias, pero no resulta
demasiado fácil encontrar espacio en los periódicos para los cuales escribimos.
No se puede escribir con la soltura que lo permite el llamado “periodismo
literario” en un órgano oficial del Partido (así lo creen algunos), y menos si
solo se reseña una asamblea del Poder Popular o una reunión a la cual asiste
una pleyade de vanguardias nacionales. Nace un espécimen, una vez, del
encuentro. Pero, detrás de reuniones ordinarias no nos llevamos el gato al agua.
Es uno de los conflictos vividos por quienes nos interesamos en esta clase de
escritura. Los editores dejan gran margen a los temas que la política desecha
como eje del periodismo. Ni siquiera porque todo tema es político, sutilmente.
Tampoco es fácil salirse de los géneros habituales. Ir entre el periodismo y la
literatura, más que experimento de la forma, queda como un ejercicio de travestismo
para algunos colegas. Maquillaje y peluca nada más. Le falta alma. Mucha gente
se hace falsa idea del asunto. Piensan que colocando un par de adjetivos o
fabricando una poesía (pésima poesía) ya se está en la cuerda de quienes antes lo
han hecho bien, muy bien desde Cuba y fuera de la Isla. Falta
espontaneidad e ingenio. Los temas están ahí, se reciclan o aparecen nuevos,
pero el periodismo literario no es animal que se cace así de fácil. (¿Acaso ya
no venden escopetas?, ¿o estaremos quedándonos ciegos los cazadores en potencia?)
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