“Pero no tenés el acento”, dice el taxista. Le estaba viendo por el retrovisor y me preguntaba qué sabe un taxista argentino de acentos cubanos. Afuera, la lluvia. Habíamos tomado un taxi para llegar lo más rápido posible a la parada de la guagua que aquí llaman colectivo. Pero el hombre, de unos sesenta y tantos años, no daba tregua, proseguía su charla lexicológica. “Mestre tenía otro acento, trabajé para él”. “¿Qué Mestre?”, debí preguntarle. “Goar Metre. Hace mucho, pero me acuerdo de su acento. Y no era así”. Y porque el taxi iba llegando a la 9 de julio por la estrecha Juan Domingo Perón, señaló a los edificios: “Por aquí estaba su oficina”.
Un año después caminé la cuadra donde estuvo la oficina de Goar Mestre
en el barrio de San Nicolás, Buenos Aires. La había alquilado a un amigo luego de
que expropiaran la anterior, en la calle San Juan. Miré a los balcones y a lo
alto de los edificios; a las persianas, a las puertas. Nada recuerda el espacio
de trabajo del empresario fundador del aún influyente Canal 13 en Argentina;
más bien nada recuerda a alguien en particular por esta cuadra salvo una
inscripción derruida con el nombre diminuto de un arquitecto que desconozco. El
resto es lo que vemos en cualquier lugar: negocios, una senda para bicicletas,
autos, personas y basura.
Tampoco en Cuba existe algo especial que me hubiera hecho recordar a
un hombre cuya trascendencia radica en su habilidad para la publicidad y el
negocio al punto de desarrollar los medios de difusión masiva hasta
convertirlos en referentes mundiales. No creo haberlo notado en Santiago de
Cuba, donde nació el 25 de diciembre de 1912. La Habana, ciudad que podría
tenerlo en cuenta por edificios que perpetúan su antigua modernidad, olvidó el
nombre a principio de los sesenta agobiada por la urgencia de hacer borrón y
cuenta nueva.
Goar Mestre proviene de una familia aristocrática instalada frente al
Mar Caribe por seis generaciones. Muy joven fue enviado a los Estados Unidos a
formarse en las mejores universidades, hecho por el que de alguna manera un día
sería acusado como “esbirro del imperialismo yanqui” desde los micrófonos que
había hecho instalar. Graduado de economía por Yale su enorme talento lo llevó a
trabajar como empleado a cargo de marketing en una firma de pilas y linternas en
la Argentina. Luego retornó a La Habana con la que sería su esposa, Alicia
Martín.
Poco después aquel joven de espejuelos (junto a sus hermanos Abel y
Luis Augusto) alcanzaron notoriedad en la Llave del Golfo con la adquisición de
la CMQ, estación de radio devenida verdadero imperio comunicacional simbolizado
por Radio Centro, estructura construida por ellos en la Rampa habanera, pensada
al estilo del Radio City de New York. A este edificio, donde hoy se encuentra
el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) y emisoras insignias como
Radio Reloj, le sigue otro aún más colosal: el FOCSA, un libro abierto que mira
al mar. Ese lado de la ciudad era su reducto, el centro de su poderío
mediático.
Respecto al control en la opinión pública él mismo comentaría en
palabras recogidas por su biógrafo argentino Pablo Sirvén: “En plan de
suposición me pregunto qué habría pasado con los Mestre en Cuba si Castro no
hubiese llegado al poder en 1959. Tal vez hubiésemos terminado de todos modos
con graves problemas por el excesivo control de la industria de la radio y la
TV que llegamos a tener y que, en cierto momento, tuvo forma de monopolio: el
92 por ciento de las señales televisivas que se veían en Cuba estaban directa o
indirectamente generadas por nosotros. No creo que eso fuese bueno y yo mismo,
con el correr del tiempo, me convertí en un ferviente enemigo de cualquier
clase de monopolio privado o estatal. La vertiginosa carrera por la competencia
que libramos nos llevó a esa posición y ni tiempo tuvimos de corregirnos. La
CMQ sola tenía mucho más influencia que el resto de los medios juntos. Creo que
con el tiempo esa situación se hubiese vuelto insostenible y alguien en lugar
de Castro también habría intentado echarnos.”
Aunque había apoyado la lucha revolucionaria y se había plantado ante
ciertas leyes de control impuestas por Fulgencio Batista, llegada la Revolución
los Mestre perdieron siete canales de televisión, nueve estaciones de radio y
más de veinte empresas de variadas funciones. Su fortuna estaba fijada entre
las más poderosas del país según el valioso catálogo Los propietarios de
Cuba, del periodista e investigador cubano Guillermo Jiménez. Pero, asegura
Ani Mestre, su cuarta hija, que “todo lo que ganaban lo reinvertían en Cuba”.
“Él nunca quiso inmiscuirse en política, decía que su lugar estaba en la
libertad de expresión y la libertad de empresas”, afirma en nuestra
conversación.
- Cuando el viejo
llegó a la Argentina trajo sus trece colaboradores para fundar un canal; puso
una escuela de iluminadores, escenógrafos, camarógrafos que funcionó de marzo a
octubre de 1960, cuando se inauguró. Dijo que no quería un solo empleado que
hubiera trabajado en el medio. Su política fue que todo el mundo pagara lo
mismo por el anuncio. Le dijeron que era imposible, pero respondió diciendo:
“no, lo vamos a sostener desde una competencia leal, y vamos mantener la tarifa
venga quien venga”. Se le fueron un montón de anunciantes, pero después
volvieron todos, porque tener palabra y pautas inamovibles, a la larga, paga; y
eso es lo que no saben los países donde no hay reglas claras. En Argentina no
se entiende eso, en Cuba ni hablemos que no se entiende. Se entiende en Estados
Unidos, donde la regla se cumple, y tienes que tener una conducta comercial.
- ¿Eso lo aprendió él en sus estudios norteamericanos?
- Lo aprendió de su madre y su padre. Obvio, él tuvo formación
americana, pero la parte ética de cómo hay que ser en la vida la aprendió
de mi abuela, cada carta era una lección de ética, donde decía lo que debía hacerse
y no. Con nosotros fue igual. Mi padre me enseñó cosas como que un negocio
tiene que ser bueno para las dos partes, que no se puede hacer nunca un
negocio donde sabes que al otro le va a ir mal. Eso no se hace.
En Buenos Aires, dos años después de su muerte en 1994, la editorial
Sudamericana publicó la biografía de Sirvén. En ella se le describe como un
hombre “pintoresco, gracioso y temible, que marcó a fuego, con sus aciertos y
errores la historia de la tv latinoamericana.” Al periodista cubano Luis Báez,
el único radicado en Cuba que tuvo comunicación con él después de su exilio, le
parecía en 1988 un hombre “que al parecer le gusta escucharse”. Para su cuarta
hija, Ani Mestre, se trata de “un personaje familiar muy fuerte”.
La biografía de Sirvén describe el ascenso de Goar Mestre como
empresario exitoso, sus encontronazos con el poder; con Fulgencio Batista,
Fidel Castro y María Isabel Perón. Tenía 47 años en 1959, cuando tuvo que
reorganizar sus negocios. Según dijo una vez, las malas noticias se asimilan
con menor dolor a los 47, de modo que el exilio en marzo de 1960 y la pérdida
de sus propiedades le pareció “un desafío”. Catorce años después recibió un
segundo golpe estatal cuando el gobierno argentino lo obligó a desprenderse del
Canal 13 y PROARTEl. Años después logró recuperar una parte de las acciones
perdidas.
La entrevista de Báez, el libro de Sirvén y mis lecturas y
conversaciones con amigos y profesores (todo catapultado por el encuentro con
aquel taxista) me obligaron al paseo por la calle Perón en un busca de lo que
había sido la última oficina del santiaguero, magnate de los medios de
comunicación, el hombre del Circuito CMQ, un imperio. Vuelvo a recordar el
cuestionamiento del taxista y ella me asegura que su padre tampoco tenía tal.
Es una dama elegante y refinada la que tengo del otro lado de la mesa.
Muestra un distinguible modo cubano en el hablar y tratar al desconocido que le
había pedido reunirse debido al interés que le suscitaba esta escena. ¿Cuál era
la escena? La de la familia Mestre, y por supuesto, Goar, caminando las calles
de La Habana. Es 1987. No tenía rastros que me llevaran hasta alguien cercano a
esa familia hasta que un día la encontré por casualidad.
Ani Mestre es lectora de Leonardo Padura y asistió a la conferencia
que el escritor ofrecía en el teatro del MALBA. Una amiga académica, luego de
que hubiéramos hablado sin que mediaran presentaciones y cuando dio la espalda,
me avisó su identidad. ¿Mestre? Pensé inmediatamente en el taxista y en todas
las historias que había escuchado en la universidad y en la estación de radio
donde crecí. Corrí a pedirle una conversación.
Estamos en Le Pain Quotidien, barrio de Recoleta. Bebemos un café y
hablamos. Ani Mestre regresó a Cuba en 1984. El viaje fue descrito como “lo más
emocionante que me haya pasado en la vida entera. Lo más conmocionaste; más que
el nacimiento de mis hijos, mis nietos…lágrimas”. En este momento desconozco
que hubiera anotado las particularidades de la visita en un libro que tendrá la
gentileza de regalarme. Mis tres adioses a Cuba. Diario de dos viajes (Editorial
El Ateneo, 1999) es una narración llena de desgarros e iluminaciones
sentimentales de lo que para otros podría parecer un recorrido inútil y
traicionero. Para ella y su familia, en cambio, significó recuperar la infancia
perdida desde el mismo momento en que abandonó su casa.
Estudió humanidades y periodismo. Actualmente preside COAS, una ONG
que brinda ayuda a los hospitales públicos de Buenos Aires. Su voz es
agradable, tiene acento entre porteña y habanera, pero a veces se impone lo
cubano en el decir. Pregunto: ¿Cómo ocurre el viaje de su padre a Cuba?
-
Él no iba, pero estaba la necesidad de establecer un vínculo con la
tierra natal, que no es político, no es negocio; es algo afectivo, emocional.
Cuando regresamos del primer viaje, papá me preguntó por teléfono: “¿hija te
gustó tu tierra?” Lloraba del otro lado. Por eso cuando nos dijimos: la misión
ahora es que el viejo vaya a Cuba, tiene que ir; no se puede morir sin volver a
la tumba de su padre. Él no quería, pero insistimos. El embajador que nos había
ayudado a nosotros, que después se volvió un amigo entrañable, insistió y
llegaron a un acuerdo. Su visita iba a ser anónima, y así sucedió.
-
¿Y pudo ver amigos?
-
No, en Cuba no quedaba nadie. Ningún amigo, parientes sí.
-
¿Quién era el mejor amigo de su padre?
-
Arturo Chabau, que no sé a dónde se fue a trabajar. Amigos, que yo
recuerde… Alberto Hernández Catá, después trabajó con él; muchos de sus mejores
amigos vinieron a trabajar con él a la Argentina. Chicho Ortiz se fue a vivir a
Miami, era íntimo amigo. Amigos de verdad no quedaron en Cuba, se fueron. Mis
amigas se fueron todas, fue un desparramo.
-
Una hecatombe, supongo.
-
¡Qué te parece! El exilio es lo peor que te puede pasar.
-
Luis Aguilar León. No sé si sabes quién es. Era abogado en Cuba,
estaba casado con una Mestre. Hay una cátedra con su nombre en la Universidad
de Georgetown, fue profesor de Clinton, por ejemplo. Nunca le dieron permiso
para ir a ver a su madre agonizante en Cuba. Era de los que más enojados estaba
con nuestro viaje, y después que escribo el libro fue como la revelación. Dijo:
“ahora entiendo”. Lo llevó a la editorial para que lo publicaran en Miami. Hay
gente que lo ha vivido en carne viva. El exilio ha sido muy duro para
mucha gente. Nosotros vinimos a la Argentina y adoptamos este país. En mi
casa se dio vuelta de página. Adoro Cuba, pero adoro la Argentina.
-
Y ahora que hay movimientos, ¿se animaría a invertir un día en la
Isla?
-
¿En Cuba? Me encantaría. Querría vivir la mitad de mi tiempo en Cuba y
ayudar a reconstruirla. Lo mismo que he ha ayudado aquí en el área de la salud
me encantaría ayudar. Me encantaría ser embajadora Argentina en Cuba. Me
gustaría establecer puentes entre los dos países. Tengo alma de voluntaria.
-
¿Qué lugar le gusta más de su tierra natal?
-
Mira, el viejo pedía siempre que lleváramos sus cenizas a la Bahía de
Santiago y en casa, con bastante humor negro, decíamos que los muertos no
mandaban. Estoy pensando hacer una reducción de restos y llevarlos. Se merece
ese esfuerzo. El mar de Cuba es lo que más me gusta.
publicado en: OnCuba
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