tomada de facebook, en: mario garcía joya |
Cada vez que un tema musical renace por
la voz o el instrumento de alguien es posible que elogiemos la nueva versión
y hasta la recordemos de por vida, pero tal vez jamás lleguemos a preguntarnos
quién es la persona a la cual se debe esa historia musicalizada o qué circunstancias
le obligaron a volcar sobre el papel tan poderosas sensaciones para que sigan resistiéndose
al tiempo. Se escucha una canción, pero nunca pensamos en la persona gracias a
la cual existe.
El compositor es el hombre invisible, pero
es quien ha sufrido o se ha entusiasmado primero; se trata de la persona con la
suficiente sensibilidad como para convertir su ansiedad personal en la ansiedad colectiva cuando la colectividad se entera o le dejan enterarse.
Siempre habrá un hombre y una mujer
incomprendidos, pero de su incomprensión saldrá lo que bien pudiera llamarse el
himno de una época, no necesariamente triste, alegre o elegíaco, pues himnos lo
han sido algunos basados en la simpleza, como el Manisero - grabada y vuelta a grabar
por todo el mundo - o la Guantanamera - repetida desde la voz anónima de los
cantantes de tríos hasta Pavarotti-. Mosaicos habrá hechos himnos, pedazos del
paisaje, puro folclore perpetuo.
Ni los habaneros moisés Simons y Joseíto
Fernández, o el también habanero Bienvenido Julián Gutiérrez, creador de un
tema lleno de frases enigmáticas como lo es la memorable Convergencia, esperaron
alguna vez la aclamación de cientos de miles de fanáticos marcados
por sus letras, aquellas que con el tráfago de los años acumulan por sí mismas
tantas experiencias como le son permitidas al receptor, de manera que una
canción termina siendo un compuesto mediante el cual alguna vez estalla
la sociedad.
Ciertos compositores se revelan como verdaderos
alquimistas cuando de ellos no quedan más que el resultado de las mezclas y
sabidurías a las que llegaron por intuición natural o continuado estudio. Es un
alquimista el hombre nacido en la acritud del campo, ese a quien le fueron negados
lo que podrían considerarse “verdaderos dotes intelectuales”, pero que fue
capaz de escribir una canción indestructible en la mente de quien la escuchara un
par de veces por muy fuerte que sea la avalancha de recuerdos. Aquel o aquella que por
lecturas y experiencias eruditas llegó a juntar palabras en maravillosa sintaxis lo es de la misma forma.
Dos estirpes de compositores parece haber, quienes
alcanzan el genio a través de la experiencia ordinaria y aquellos que lo pulen mediante
la solución de teoremas sentimentales en el tablero cifrado de la mente.
Esto lo he pensado al conocer la
muerte de una mujer y un hombre que nunca habrían llegado a ser estrellas de cine,
teniendo en cuenta el falso glamour que envuelve a semejantes personajes. Espejismo,
pero de los espejismos vive la multitud. Sin embargo, no les hizo falta a Ela O’Farrill
ni a Frank Domínguez el simulacro para alcanzar la inmortalidad,
bastó con algunas copas de sufrimiento, la sala oscura, la guitarra y la voz.
Cuando estaban en La Habana, aquella
Habana de los cabarets y bares abundantes en los cincuenta y aún sesenta, real pero
imaginada, bastaba con unos pocos cómplices para compartir melodías y
letras que juntas habría de etiquetar alguien como “Filin”. El Filin disgustó a
ciertos puritanos, pero era tan recóndita su expresión que ninguno de ellos
pudo liquidar la ola que había nacido para instalarse en la mejor
tradición de la música cubana y la universal.
Ela O’Farrill y Frank Domínguez han muerto ancianos en
México, en una época donde el sentimiento no es lo preferido por los muchachos,
pero donde sus obras desafían al tiempo y la banalidad. México es
tierra también de compositores, grandes compositores, perversos compositores, cínicos
y bondadosos, pero compositores, misteriosos seres que en lugar de garganta tienen una pluma
en el bolsillo con la cual resguardarse de los tantos males que surgen
en el trayecto.
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