La primera vez que un papa pisó suelo santiaguero yo estaba sentado en un banco de madera, pelado casi a
rape (como ahora) y vestía ropa de camuflaje. No es que tal atuendo se usara
entre la juventud (no he sido amigo de las modas), sino que era el uniforme
militar permitido donde pasaba mi Servicio Militar Obligatorio (quizás fuera ya
Servicio Militar General).
Acababa de cumplir veinte años y
era tan delgado que una brisa de recia tempestad podía hacerme perder el
equilibrio. Tampoco era religioso. Jamás he profesado una fe ciega por nada.
Pero, el día en que Juan Pablo II ofrecía su misa en Santiago de Cuba me
encontraba sentado en aquel banco de madera que había frente al televisor.
También habían llegado hasta allí
algunos otros compañeros y también dos o tres oficiales. A todos, más que
asuntos de fe, nos movía una evidente curiosidad por el visitante. Ninguno había
vivido la experiencia de tener a un papa tan cerca. Y, la verdad, tampoco ese
día lo tendríamos muy próximo que digamos. El más cercano del grupo estaría a un
metro del televisor y, en conjunto, nos separaban ciento y tantos kilómetros
del sitio en el cual aquella mañana ofrecía su misa santiaguera.
Estoy seguro que hacía calor y
que por este dichoso clima el Sumo Pontífice estaba viviendo sensaciones increíbles.
No era para menos: la brisa del Mar Caribe, el aroma de la Sierra Maestra y aquella
multitud de negros devotos que hasta bailaban delante. Rompió una conga fantástica
…tan tacá tucán, tan tacá tucán… y sobre
el metal emergió la voz de un coro improvisado …Juan Pablo hermano, quédate conmigo aquí en Santiago…
Según el monseñor Carlos Manuel de
Céspedes García Menocal, el Papa hasta había saboreado ya (y quiso repetirla)
esa receta que nos parece tan normal llamada malangas fritas. En fin, parecía
sentirse a gusto en Cuba y, por el rostro, también lo estaba en Santiago.
La televisión nacional se
encargaba de transmitir la ceremonia y temprano pasó “cámaras y micrófonos”
hasta la ciudad, hasta la Plaza
de la Revolución
donde un Antonio Maceo, a unos metros de la multitud, montaba su caballo en dos
patas. Yo sé que la televisión pasó cámaras, pero los micrófonos no recuerdo si
estaban en los estudios centrales (como sucede en algunos juegos deportivos) o
en algún lugar colindante al altar. Lo único que tengo claro es que no se
trataba de un micrófono, sino de dos (como en los juegos deportivos).
Uno de los micrófonos le servía a
algún miembro de la iglesia y el otro a un periodista cubano. No recuerdo ni la
jerarquía ni el nombre del religioso, pero sí tengo clara la memoria de nuestro
colega: Pedro Martínez Pirez, experimentado reportero que algunas veces veíamos
en la televisión. Pirez, con una voz agradable (puedo denominarla “apuesta”)
tenía la función (al menos fue la impresión que nos dejó a todos) de aclarar lo
que disertaba su compañero comentarista.
Sabemos muy bien lo inexperto que
éramos (si no lo somos aún) en esto de visitas papales (el propio Fidel Castro
había tenido que explicar el tema en una intervención Televisa para que los compatriotas más recalcitrantes
supieran cómo comportarse). Quizá por semejante inhabilidad había dos locutores aquella mañana para la transmisión. Si uno hablaba en exceso
con la terminología religiosa, el otro “traducía” en un lenguaje a tono
con "nuestra sociedad". De modo que “su
santidad se dirige en homilía a los peregrinos congregados frente al altar”, decía
el locutor religioso y “el Jefe del Estado del Vaticano le ha hablado al pueblo
santiaguero en una mañana histórica”, advertía Martínez Pirez.
Así, mediante dos maneras de
bordar el tema, gracias a dos discursos televisados, fuimos testigos de una
visita memorable: Juan Pablo II pisaba Santiago (“tierra hermosa”, le llamó),
un pueblo que lo había llenado de entusiasmo, de calor humano, y que casi lo obliga
a moverse con el ritmo llegado de la multitud. Era 1998. 24 de enero. Sábado
para quien guste de detalles.
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