Desde
el lunes y por cuatro días visitará nuestro país el trompetista Wynton
Marsalis, uno de los grandes músicos norteamericanos de quien he
disfrutado su disco Standard Time, Vol. 6: Mr. Jelly Lord, un
homenaje a uno de los pioneros del jazz en New Orleáns: Jelly Roll Morton. Es una serie discográfica donde
rescata tradiciones de la música norteamericana, formada en el sur de
los Estados Unidos y fortificada con la fusión de ritmos, filosofías de
vida y creencias llegadas desde Europa, África o nativos de ese país.
Hay ragtime, blues…
Marsalis, a quien la revista Time
Magazín eligió como uno de las 25 norteamericanos más influyentes
en los Estados Unidos, no viene solo. Lo acompaña la Orquesta de Jazz del
Lincoln Center de Nueva York que, según el músico holguinero Joel
Rodríguez Milod, es “todo un muestrario”. “A Marsalis lo mueve lo
auténtico”, dice Milord. Por eso se reúne con colegas cubanos como
Chucho Valdés, y por eso ha grabado la colección que comprende el CD
antes mencionado. Busca lo original en la cultura. “Y es lo que debíamos
hacer nosotros”, advierte Milord, mientras conversamos en la UNEAC. La queja del
también presidente de la sección de música de la UNEAC se me parece a la que le escuché a
Adalberto Álvarez durante la entrevista televisiva que le hiciera
Amaury Pérez, recientemente.
Se
dilapidan tradiciones. Y no hablamos ya del desgano ante ritmos como el
danzón o de la falta de sitios donde bailar. Hablamos de la manera fácil
en que se confunden los orígenes de las cosas y, así, una canción de
César Portillo puede ser fácilmente atribuida a Cristina Aguilera, una
de Donato Poveda pasa a ser inesperadamente de Thalia o, peor, porque
ambos son cubanos y viven aquí: un tema de Silvio Rodríguez se le
atribuye a Nassiry Lugo. Los jóvenes desconocen. Nuestros artistas y
nuestro arte nos identifican en todo el mundo; pero, muchas veces, no
aquí.
La realizadora radial Isabel
García Granados me confesó su desconcierto cuando el pasado 27 de
septiembre iba rumbo a su casa. Se celebraban los 50 años de los CDR y,
refiere ella: en todas las cuadras la música que campeaba era el
reguetón. No es que ahora lo emprenda yo también contra el reguetón
(debíamos emprenderla contra los que convierten ese ritmo en una
expresión de mal gusto, banalidad y fácil imán para el dinero). Sólo
pretendo llamar la atención sobre el monopolio de operadores de audio,
directores de programas y espectáculos que no apuestan por la música
tradicional. Ni siquiera en las fiestas, que son esencialmente cubanas,
la gente escapa de la monomelodía.
De
tal discriminación somos un poco culpables: hemos hecho campañas,
oficiales o personales, con la intención de desenterrar una idea
asentada en el pasado para sembrar otra aparentemente más
revolucionaria. Hace mucho se emprendió contra el bolero, luego contra
las victrolas, después contra el pop, después contra los bares y
cantinas, luego se subestimó la música tradicional. Así, hasta lograr lo
que tenemos ahora: un receptor inusitado, un ente que en lugar de
consumir el verdadero arte cubano consume lo que su vecino le vende por
bueno. Gato por liebre, también se puede decir. Del arte consume
banalidad y propaganda, que también existe y puede ser dañina.
La cultura parece haber hallado tierras más fértiles en
el exterior. La causa parece ser la añoranza. Hace que las personas se
aferren a lo más auténtico, bien sea un poema, una novela, un cuadro o
una buena melodía. Mientras, tratando de andar a la moda, y vender o
gustar, se desdeña lo esencial. No es raro que una chica se erice si uno
le propone escuchar a Elena Burke. Tampoco estos adolescentes cubanos
saben mucho de Ñico Saquito, o la
Sonora Matancera , o Son 14, o Frank Emilio, o
Bebo Valdés, o tantos otros que aquí o allá han echado el alma por su
cultura.
En Holguín muchos músicos se han empeñado en
mantener viva la tradición. La musical, de la cual hemos
hablado, se construye con ritmos que pueden a veces caricaturizados ser
(el punto cubano) o entendidos de elitistas (el jazz). Muchos tratan a
nuestro alrededor de mantener viva la tradición, de renovarla y
enriquecerla, pero han debido abandonar su propósito porque
administradores, funcionarios u operadores de audio no lo acaban de
comprender. Creo que le sucedió a Milord y otros en el Jazz Club. Y bien
podríamos hacer una comparación, salvando distancias. Pero, ¿no serán
estos nuestros modestos Wynton Marsalis, que intentan, a su manera, ir a
donde todo empezó?
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