Paco se
llama quien vende agua en mi vecindario. No puede asegurar su edad, aunque me
la ha confiado en algún momento. Sería una indiscreción de mi parte decirla.
Sobre todo porque Paco no sabe nada de Internet y menos de esto que se llama
blog, donde uno puede describir su entorno en pocas palabras para que en otros
lugares se conozca lo que impide la geografía y, claro, para que los terrícolas
nos entendamos mejor…no vaya a ser que a los alienígenas les dé por llegar de
una vez por todas. Y no sería mala idea, después de todo.
El otro
día, leyendo una entrevista a Santiago Feliú hecha por un amigo, hablaba de
algo parecido. Hace falta una invasión extraterrestre para que los de este
planeta nos acabemos de unir. Sería bonito. Pero no creo que sea algo muy
fácil, la verdad. Si uno se pone a repasar la historia llegará a la conclusión
tremenda de que las diferencias terminan imponiendo guerras mortales, largos
periodos de exterminio y destrucción. En fin, gana el desentendimiento. Creo
que es inherente al humano. O mejor, es inherente a todas las especies que
habitan este planeta.
Entonces
habrá que abundar en la psicología. Es más o menos fácil de entender si uno
comienza por reducir los espacios. En lugar de un país, tenga su casa. No hay
naciones, sino vecinos: agradables y desagradables, con gustos diversos, tan
diversos que la convivencia a veces se puede tornar odiosa. Una musiquita
subida de tono es capaz de provocar una pelea enorme. Una zanjita para que el
agua se evacue puede convertirse en una contienda oral terrible, porque hay
quien usa palabras tan mortales como proyectiles atómicos.
Si el
vecindario luce apretado, o sea: si se trata de un barrio de la periferia, de
esos donde las casas han crecido (y se han modernizado también, no lo dude)
unas sobre otras, la cosa será peor. Además de los pequeños detalles
personales, de las discrepancias del Hombre, se sumará el clima inclemente, la escasez
que provoca la crisis mundial, la precariedad de los autos que pasan por la
calle como si estuvieran fumigando, los perros con pulgas, las gatas en celo,
la lluvia de estrellas que anunciaron y no ocurrió, la mala calidad del
picadillo, el desodorante en falta, y… ¡una verdadera cadena de infortunios!
Si todo
este pasa en nuestro micromundo, imagínese usted lo difícil que resulta el
entendimiento cuando en la comunicación participan además aspectos
trascendentales como las creencias culturales, religiosas y políticas. No creo
que sea casual la etimología del término diplomacia, que, según veo en los
libros, viene del griego διπλομα y significa más o menos “objeto doblado en
dos”, porque las comunicaciones oficiales se hacían por escrito. Y esa pudiera
ser la clave para lograr un equilibrio en los problemas: doblarse en dos como
una carta diplomática, lograr interpretaciones diversas de un mismo asunto,
meterse en la piel del otro, pensar en lo que no nos pasa casi nunca o nunca.
Pero, esto no pretende ser un tratado, sino la
descripción de cómo el hombre que sirve agua a mi vecindario se tomó un
descanso para saciar su sed una tarde, bajo el cruel sol de agosto que caían
sin nubes que lo impidieran, sin brisa que nos refrescara. Venía como viene siempre
del pozo donde compra el líquido. Traía su carreterilla repleta de pomos.Había
puesto un trozo de una rama sobre el manubrio de su carro. En ocasiones se
arrimaba al arbusto para aprovechar la sombra, que bien pudiera ser aquí:
sombra artificial. En una de esas paradas para comercializar su carga, sacó un
jarrito y se puso a beber. A mí me causó tal impresión, experimenté tal
compasión que le tomé una foto. Y así escribí este texto, que el viejo Paco
nunca leerá, por supuesto.
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