Habrá
una época en que se diga: Todo el mundo en Cuba leyó a García
Márquez. Y no exagero. El que gustaba de la literatura y el que
gustaba de la política lo leía por aquellos años distantes. Eran
tiempos en los cuales bastaba que un hombre como Fidel Castro pusiera
una mano sobre el hombro del escritor y dijera “Es el mejor del
mundo” para que todos los admiradores del político se volvieran
admiradores del escritor.
Y
pasaba algo curioso, quienes odiaban a Fidel, aunque les pesara aquella amistad inquebrantable, pocas veces llegaban a
enemistarse con el colombiano, que era un tipo sencillo como los
genios, y de quien gozábamos su literatura. De manera que García
Márquez se iba colando en el imaginario colectivo de dos formas
diferentes.
Los que realizaron este acercamiento de tipo político lo sentirán muy próximo,
pero dicha afinidad será estrictamente dada porque en él vieron la
amistad revolucionaria y el apoyo incondicional a la Revolución
cubana, algo que hizo con esmero en la arena internacional y, dentro,
mediante la consolidación de proyectos como la Escuela de Cine. Sin
embargo, tal vez esta clase de persona ni siquiera llegue a
comprender la grandeza del escritor, e incluso la reduzca.
Otros
llegamos al hombre que ha muerto ya a los 87 años por puro placer
de la lectura, por ese impulso que lleva a un libro, y este al otro,
y el otro a otro, volviéndonos la cadena tan larga que no alcanza la
vida para encontrar el fin, como si la vida no fuera la que uno vive
para contarla, sino únicamente aquella ligada con las lecturas y los
libros.
Leí
a quien también llamaban Gabo bien comenzados los años noventa,
cuando todavía no tenía muy claro el concepto de estilo y de
estética, pero cuando esbozaba mis primeros textos. Alguien me cedió
un ejemplar cubano de El amor en los tiempos del cólera, y
seguido me soltó que era de mejores noveles de amor que se pudieran
leer. No lloré, porque no lloro mucho. No me desvelé, porque no me
desvelo fácil. Pero tal vez haya tratado de imitarlo, no porque sea
dado a las imitaciones, sino porque entonces no tenía demasiados
referentes a los cuales asirme.
Antes,
había leído a Carpentier, y un adolescente sí que no debe imitar
esa escritura o correrá el riesgo de quedarse embrollado de por
vida, o por largo tiempo, en una red de palabras y citas culteranas. Mas, me hizo bien pasar de uno a otro estilo, y eso lo supe después,
cuando conocí que el Realismo Mágico y lo Real Maravilloso estaban
emparentados y que ambos escritores habían hecho periodismo con una pasión desaforada. Lo que
sí no sabía era que ambos se iban a morir en abril, como
si verdaderamente abril fuera aquel mes cruel pronosticado por
Elliot.
De
García Márquez fui leyendo todas sus novelas; algunas me las
prestaban amigos y había que devolverlas; otras, pertenecían a
bibliotecas públicas. Creí que nadie iba aprovechar aquellos libros mejor
que yo y terminaba apropiándomelos. Leí sus cuentos,
narraciones magníficas como: “Solo vine a llamar por teléfono”
o “La mujer que llegaba a las seis”.
Cierto
que no todo en García Márquez me complacía, a veces encontraba
demasiados adjetivos altisonantes en su prosa o sus personajes que parecían tener siempre la última palabra, y eso me llevaba a
rechazarlo, o más que a rechazarlo, a dejarlo a un lado del librero,
junto a su maestro Faulkner, o por maldad al lado de sus amigos del
Boom, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Donoso, o cerca de toda la
literatura que él mismo amó y supo honrar al punto de merecer
premios como el Nobel.
La
única vez en que estuve cerca de García Márquez fue para la
inauguración de un Festival de Cine en La Habana. Y nos separaban
decenas de lunetas. Yo estaba en un primer piso y allá, en el
centro, lo encontré con su esposa Mercedes. Sabía que de joven,
probablemente cuando andaba por mis años entonces, le había
ocurrido lo mismo con su admirado Hemingway. En el Bulevar de Saint Michel ambos se dieron cruce una tarde de primavera lluviosa, y sin poder contenerse el colombiano
gritó: ¡Maestro!
Yo
quise haber gritado lo mismo aquella noche de diciembre pero me
callé. Y pudiera lamentarme ahora. Aunque no llegara a escucharme,
aunque mi eco se ahogara en las paredes de aquel cine atestado de
gente, debí gritarle, al menos una vez.
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