Uno de mis hallazgos literarios en el
2013 fue la obra del escritor gallego Manuel Rivas. Habría bastado la lectura
de su relato La lengua de las mariposas
para considerarlo autor memorable. Pero había más, y todo fue puesto ante mis
ojos en el verano gracias a la nutrida y siempre abierta biblioteca de un amigo
escritor. Fue él quien colocó en un sobre amarillo dos colecciones de cuentos e
igual número de novelas publicadas por Alfaguara. Entonces supe de su
existencia.
Pero había llegado a Rivas sin saberlo, antes,
gracias al cineasta José Luis Cuerda, quien con talento versionó algunos relatos
incluidos en el libro ¿Qué me quieres,
amor? La película de Cuerda que una tarde pasó la televisión cubana es
conmovedora y habla sobre las relaciones humanas a partir de un hecho donde el
individuo es obligado a la negación. En la obra se trata de la guerra civil
española, época en que Rivas no había nacido, pero ha demostrado ser un hombre
demasiado amante de su tierra como para olvidar lo que fueron años calamitosos,
cuando su gente, hombres y mujeres, se embarcaban a una América demasiado idílica
y ansiada. Partían desde el puerto de La Coruña, tierra donde naciera Rivas en
1957.
Debido a esa circunstancia terrible los
personajes de Rivas padecen el mal de los recuerdos. Algunos no cesan de evocar
lugares situados más allá del atlántico, en América, y bien se nombran Buenos
Aires o La Habana, ciudades donde nacieron o a las que, como su creador, deben
algo más que aspectos de su biografía. Gracias al doctor Da Barza, héroe de la
novela El lápiz del Carpintero (1998),
por ejemplo, hallamos pistas de lo que Rivas aprecia de Cuba.
En la ficción, Da Barza debe a Cuba su vida. Además, el gobierno de la Isla, entonces aliado a Franco, toma partido en su “caso” y
así se le conmuta la pena de muerte por una cadena perpetua de la cual no daré detalles
por si usted se animara. La nacionalidad de su personaje permite al escritor citar de Martí uno
de sus versos más conocidos y entre las muchas peripecias que le imagina, una
le lleva hasta un hombre con quien Da Barza comparte la cárcel. Se trata de un
anarquista, Pepe Sánchez, fusilado en un amanecer lluvioso de 1938, pero que solía
interpretar ese bolero titulado ¿Y tú qué
has hecho?, reconocible por cualquier coterráneo con solo citar su comienzo: “En el tronco de
un árbol una niña…”
Los vestigios de la música cubana a
través de su obra permiten advertir en Rivas una especie de vinculación sentimental
con nuestra cultura, algo que constaté luego de sumergirme en los libros de
aquel sobre amarillo que animó lo que será por siempre un verano rabioso y melancólico,
ajetreado, signado por la cadera rota de mi abuela que tal vez nunca sepa de un
gallego amante de nuestra música.
En ¿Qué
me quieres, amor? nuevos personajes cantan y tararean afamadas melodías
como la todavía más universal El manisero,
al que recuren los de la Orquesta Azul, grupo del que sobresale su acordeonista,
quien solía tocar un número que al narrador del cuento Un saxo en la niebla le resulta “misteriosa”. Y así es la Convergencia de Ramiro Julián Gutiérrez,
esa verdadera canción misteriosa que reza: “Aurora de rosa en amanecer, nota
melosa que gimió el violín….”
Incluso en narraciones poco tórridas,
donde el argumento de desliza por recovecos simbólicos para desarrollarse a
través de insólitos puntos de vista, aparecen fragmentos musicales que marcan
el nervio de esta Isla. De modo que un acápite de En salvaje compañía puede concluir con un guiño a La cleptómana. “era una cleptómana de
lindas fruslerías.” “¡La Habana, Habanita mía, qué bonito es todo en La Habana!
¡Hasta era bonito ser enterrador en La Habana!”, leemos en El inmenso camposanto de La Habana, noveno cuento de ¿Qué me quieres, amor?
Rivas escribe en gallego y traduce al
castellano sus numerosos libros de poesía, cuento, novela y periodismo en actitud
que ha llamado “intento de trasfigurar la obra de un lenguaje primigenio a diversos
lenguajes”. Cada una de las cadenas de palabras armadas por él pasan a ser pasajes
peculiares aderezados con un estilo cortante pero poético. Tal singularidad no
impide revelar lo que pareciera otra de sus recurrencias literarias: la
infancia, ese espacio donde se despliega lo que también ha llamado: “voces
bajas”, a propósito de uno de sus últimos libros.
Así como sus historias apuntan a naciones
y culturas a las que posiblemente deba buena parte de su personalidad, estas dejan
ver lo que considero una demostración de sensibilidad irrefrenable o lo que sería
el anhelo de recuperar una etapa en la que el autor parece haber dejado algo
más que trozos de una vida pasada. A través de niños como protagónicos de sus
historias, deja correr una imaginación de infante sensible, necesaria para la
escritura de cuentos como Las cosas,
donde el lector asiste a la plática entre objetos y entes a los cuales de muchas
formas ha estado ligada la vida de un hombre y que no hacen más que demostrar la
vocación de su autor ante la realidad de las palabras.
A Rivas le disgustan los vocablos demasiado
utilizados, pues, según confesión: “Acaban teniendo un sentido marmóreo”. Su relación
con las palabras, palabras libres como gacelas, libres como aves listas para
surcar el cielo, le ha llevado a la conclusión de que “cada uno tiene su propia
lengua”. En su texto En salvaje compañía
se pregunta: “¿Dónde nacen las palabras? ¿Quién fue el que llamó mar a la mar? (…) Hay palabras que
nacieron del miedo y otras que tienen impresa la simpatía.”
Otro aspecto que de Rivas me parece
trascendente es su concepto de la memoria. “La memoria es un ser vivo”, “una
cámara oscura” dice, y quizá por ello la historia cobra dimensiones extraordinarias
en su obra. La mezcla de memoria, sensibilidad y curiosidad ante vocabularios traídos
de la mano de los personajes, niños personajes, produce en el lector una
apoteosis inolvidable. En mí fueron duras las sensaciones al escuchar a Moncho gritando
a su maestro con inocencia lo que otros con hipocresía. Me recordó una escena
cubana del ayer. Y no hubo música. Solo palabras. “¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!”
Haber leído a Manuel Rivas fue una
agradable experiencia del verano del 2013. Hoy recuerdo alguna de sus palabras,
las que inmortalizan su relación con la literatura y las que aluden su deuda
con el periodismo, oficio que le ha permitido estar “alerta” ante la vida y la
muerte, y que no niega su interés por la imaginación, esencial en su narrativa.
En ella, como en toda buena literatura, “el periodismo es un género de la
literatura”, advierte, se descubren las esencias de las cosas, su alma. Ella,
maldita alma, ha soltado alguna vez Manuel Rivas.
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