En
Cuba hay palabras que la vida urbana ha ido proscribiendo, y se llega a tal punto en la convención que llaman disparate si alguien las hace florecer en
el habla cotidiana. Muchas de ellas son términos arcaicos,
manjuaríes de un idioma en transformación que ahora, y atribuyo al
apogeo de determinados programas y al intercambio cultural promovido
por las nuevas tecnologías, pareciera enriquecerse en las más
recientes generaciones.
Entre
nosotros las palabras suscitan una especie de lucha permanente que en
algunos sitios llegan a expresarse mediante una discreta hostilidad.
La cruel contienda entre el hablante del campo y el de la ciudad se
duplica en Cuba cuando se trata de occidentales y orientales, y entre
estos incluso hay una barrera cuando se enfrentan los del norte y los
sur.
El
problema de la lengua se exacerba con la contaminación del habla
habanera, extendida como si fuera la única norma y la más correcta
del cubano. Particularmente me gusta el modo en que el habanero
proyecta el idioma, pero este no habría alcanzado su verdadera
dimensión sin la aparición pintoresca y posterior de hablantes
procedentes del resto de la isla.
Bastaron
las oleadas de adolescentes a La Habana para que estos de vuelta a
sus casa empezaran a poner de moda ese estilo tan peculiar de
masticar las palabras que se tiene en torno al capitolio.
Incorporaron vocablos aprendidos para referir lo que ya referían a
su forma. En estos viajes de ida y vuelta el lenguaje rural se fue
tornando símbolo de lo antiguos y por demás cuestionable.
El
ese modo de hablar del habanero se difunde ahora más que nunca a
través de los medios de comunicación, que algunas veces parecen
olvidar la existencia de una manera neutra del lenguaje para aplicar
lo que pareciera una colonización inconsciente. El colonizador se
comporta como tal y llega a practicar la xenofobia lingüística, que
no encuentra otros mecanismos que la burla.
Pero
no es a eso a lo que iba, sino a las palabras que hoy apenas se
utilizan para la comunicación en la vida cotidiana de una ciudad.
Sin embargo conservan toda su fuerza y valor en asentamientos rurales
denotando, según algunos y de manera errónea en buena parte de los
casos, falta de cultura.
Vocablos
como “tomo” para designar el volumen de algo, “otomía” para
referir una atrocidad, y otros aún más vergonzosos, según
algunos, como “haigan” o “abajarse”,“yelo” y “furaco”
son comunes donde el asfalto se pierde para dar espacio a extensos
potreros.
Según
Esteban Pichardo palabras como las mencionadas antes, y muchas más,
eran frases corrompidas allá por 1875, fecha de publicación para su
“Diccionario provincial casi razonado de vozes y frases cubanas”
Aunque para otros lingüistas se trata simplemente de arcaísmos, que
no es otra cosa que fósiles vivientes en la comunicación, porque
sean una u otra cosa, escuchar ciertas palabras dejan la impresión
de estar frente a uno de esos animales prehistóricos que solo se
pueden ver en los museos.
Sería
incesante llegar a un lugar donde en lugar de aves y peces
prehistóricos se encontrara uno con palabras, vocablos que parecen
malsonantes y no, solo tienen otra clase de belleza. Una antigua y
extraña que las ha condenado a la desaparición. Pero que fueron útiles. Por algo existen aún. Por algo
buscan refugio en los sitios más remotos de nuestra geografía
para sobreponerse.
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