Tenía 62 años y andaba de recorrido por varias provincias. Ya
era un escritor de fama definitiva tras la publicación de Rayuela en
1963, año en que integró el jurado del Premio Casa de las Américas,
otorgado en novela al cubano Lisandro Otero. Era un hombre alto de manos
como arañas que caminaba la Isla junto a su esposa Ugné Karvelis. En
Isla de Pinos lo recibió un portero vestido de pirata. En Holguín no hubo folklore, pero sí algunos hallazgos. Le pareció una
ciudad grande y hermosa, en desarrollo como tantos centros urbanísticos
del país al estilo de Alamar.
Seis años antes Julio Cortázar había paseado el Este de La Habana y
Alamar le dejó la impresión de ser “un mínimo poblado que tendía
su pobre biombo entre los ojos y el azul violento y salado.” Ahora, en
1976, otra era la idea del lugar. Una ciudad nacida de la
nada, casi un espejismo multiplicado en otras regiones, porque “hay
muchas poblaciones nuevas al borde de las grandes ciudades o en la
antigua soledad hostil de los campos y los montes”, escribió. Las
conclusiones de ese viaje fueron reveladas bajo el título “Nuevo
itinerario cubano”, incluido en Papeles inesperados, documentos inéditos
de Julio Cortázar que en el 2009 publicó Alfaguara.
En Holguín, Cortázar encontró a un grupo de estudiantes empeñados en
perfeccionar un ballet. Los profesores limpiaban la coreografía que
habrían de presentar en el Festival de Camagüey. Primero fue testigo del
entusiasmo con el cual niños de entre seis y ocho años bailaban una
gavota. Él, que algo sabía de gavotas y de ritmos franceses o nacidos en
otras zonas del mundo, quedó complacido con el resultado. También
admiró a los chicos de niveles superiores, cuya actuación le
ratificaban la importancia de una escuela como aquella, donde los
futuros artistas llegaban niños e iban puliendo sus habilidades a base
de técnica. Le asombraba la “perfección de los adolescentes, su plástica
y expresividad”. Y, por si fuera poco, danzaban al ritmo de la música
que ejecutaban otros niños violinistas, “perfectamente afinados y
concentrados”.
“Más tarde supe que el grupo de Holguín había alcanzado menciones
honorables en el festival, de donde deduzco la calidad que tendrían los
triunfadores del certamen”, escribió en su “Nuevo itinerario cubano”,
texto que destaca por las anotaciones que sobre los niños hiciera el argentino
durante el periplo. Él mismo lo advertiría luego, y apuntó: “La razón
es simple: si hubiera que definir el centro de interés de la Revolución
cubana, ese centro sería para mí la infancia.”
Había sido un viaje intenso el de Julio Cortázar por varias ciudades de
Cuba. Los enloquecidos cronopios que lo guiaban no le permitían
descanso, y cuando no hubo mucho que ver en los sitios donde
pernoctaba, no dudaban en conducirlo a una sala de proyección para que se
actualizara con lo último del ICAIC, el cine cubano era una línea de
comunicación que le parecía mucho más eficaz que el periodismo, la
literatura o el teatro.
Era 1976. Manuel Puig publicaba El beso de la mujer araña y Jorge
Enrique Adoum Entre Marx y una mujer desnuda. En Cuba había nueva
constitución y un avión de cubana estallaría en el aire a principios de
octubre.
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