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miércoles, marzo 20, 2013

Julio Cortázar. Una vista.

Tenía 62 años y andaba de recorrido por varias provincias. Ya era un escritor de fama definitiva tras la publicación de Rayuela en 1963, año en que integró el jurado del Premio Casa de las Américas, otorgado en novela al cubano Lisandro Otero. Era un hombre alto de manos como arañas que caminaba la Isla junto a su esposa Ugné Karvelis. En Isla de Pinos lo recibió un portero vestido de pirata. En Holguín no hubo folklore, pero sí algunos hallazgos. Le pareció una ciudad grande y hermosa, en desarrollo como tantos centros urbanísticos del país al estilo de Alamar.

Seis años antes Julio Cortázar había paseado el Este de La Habana y Alamar le dejó la impresión de ser “un mínimo poblado que tendía su pobre biombo entre los ojos y el azul violento y salado.” Ahora, en 1976, otra era la idea del lugar. Una ciudad nacida de la nada, casi un espejismo multiplicado en otras regiones, porque “hay muchas poblaciones nuevas al borde de las grandes ciudades o en la antigua soledad hostil de los campos y los montes”, escribió. Las conclusiones de ese viaje fueron reveladas bajo el título “Nuevo itinerario cubano”, incluido en Papeles inesperados, documentos inéditos de Julio Cortázar que en el 2009 publicó Alfaguara.

En Holguín, Cortázar encontró a un grupo de estudiantes empeñados en perfeccionar un ballet. Los profesores limpiaban la coreografía que habrían de presentar en el Festival de Camagüey. Primero fue testigo del entusiasmo con el cual niños de entre seis y ocho años bailaban una gavota. Él, que algo sabía de gavotas y de ritmos franceses o nacidos en otras zonas del mundo, quedó complacido con el resultado. También admiró a los chicos de niveles superiores, cuya actuación le ratificaban la importancia de una escuela como aquella, donde los futuros artistas llegaban niños e iban puliendo sus habilidades a base de técnica. Le asombraba la “perfección de los adolescentes, su plástica y expresividad”. Y, por si fuera poco, danzaban al ritmo de la música que ejecutaban otros niños violinistas, “perfectamente afinados y concentrados”.

“Más tarde supe que el grupo de Holguín había alcanzado menciones honorables en el festival, de donde deduzco la calidad que tendrían los triunfadores del certamen”, escribió en su “Nuevo itinerario cubano”, texto que destaca por las anotaciones que sobre los niños hiciera el argentino  durante el periplo. Él mismo lo advertiría luego, y apuntó: “La razón es simple: si hubiera que definir el centro de interés de la Revolución cubana, ese centro sería para mí la infancia.”

Había sido un viaje intenso el de Julio Cortázar por varias ciudades de Cuba. Los enloquecidos cronopios que lo guiaban no le permitían descanso, y cuando no hubo mucho que ver en los sitios donde pernoctaba, no dudaban en conducirlo a una sala de proyección para que se actualizara con lo último del ICAIC, el cine cubano era una línea de comunicación que le parecía mucho más eficaz que el periodismo, la literatura o el teatro.

Era 1976. Manuel Puig publicaba El beso de la mujer araña y Jorge Enrique Adoum Entre Marx y una mujer desnuda. En Cuba había nueva constitución y un avión de cubana estallaría en el aire a principios de octubre.

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