Para Lisandro Otero Calvert Casey
contaba con la nobleza de un caballero y lo describía como un tipo “irresoluto
y apocado”. Lo conoció en la época de Lunes
de Revolución, el magazín dirigido por Guillermo Cabrera Infante, quien aseguraba
de Casey que, a pesar del nombre y de haber nacido en Baltimore, era no
solamente cubano, sino también un habanero auténtico que empleaba una sutileza
y precisión exquisita para ocultar su prosa homosexual.
Cabrera Infante destinó a Casey un
cumplido que, aunque justo, me parece exagerado, dijo que de no ser por sus ensayos,
Lunes no hubiera valido la pena. Virgilio
Piñera, al saber que Calvert Casey era un joven escritor cubano, llegó a
exclamar en cartas: ¡Con ese nombre! Lezama Lima lo creía “extremadamente fino”,
mientras que el italiano Italo Calvino, luego de examinar un poco su escritura,
llegó a catalogarle dentro de esa clase de escritores para quienes “la
literatura es una sutil exploración del límite entre la vida y la muerte”.
El ecuatoriano Jorge Enrique Adoum,
quien conoció a Casey en persona cuando este trabajaba como traductor de la ONU
en Ginebra, dio cuenta de su trato “afable, aunque superficial” y dejó escrito un
breve perfil del cubano: “Creía en fantasmas, en espíritus y exorcismos, le atraían
por igual la santería cubana y el hinduismo y sufría de dolencias secretas”.
Adoum heredó el estudio de Casey cuando
este viajó a Roma, ciudad donde escribiría la novela Gianni, Gianni y donde un 16 de mayo de 1979 terminó suicidándose
para abandonar así el mundo al cual había llegado 56 años antes. De Gianni Gianni es Piazza Margana, texto
que Jamila Medina Ríos (Holguín, 1981) ofrece al final de este libro en su
versión original y de cuyo análisis parte el interés para lo que sería primero
una tesis de grado hasta llegar a convertirse en lo que vemos hoy, un texto de
360 páginas, editado por Letras Cubanas el pasado año.
Al examen de la “tan llevada y traída”
Piazza Marga, al decir de Jamila, se dedican
algunas páginas en Diseminaciones de
Calvert Casey un texto dividido en ocho secciones o capítulos donde se repasa
el desarrollo literario del autor. La autora rastrea en su discurso, y en él descubre
aspectos estilísticos, simbólicos, poéticos en su afán por comprender, y
ayudarnos a que lo hagamos con ella, quién fue este extraño habanero de nombre
inexplicable y qué cosa subyace en su escritura para que a tantos años de su
muerte siga despertando el interés de lectores y académicos.
Con Diseminaciones… el Carpentier ratifica su interés en los estudios
monográficos, fundamentalmente aquellos destinados a personalidades que
padecieron el desdén y malquerencia de ciertos círculos en el pasado. Quizá por este propósito, pese a las diferencias
formales y conceptuales, podamos relacionarlo con Mañach o la República, de Duanel Díaz Infante, o con otros más
recientes, como el que le antecedió al de Casey dedicado a Piñera, escrito por
el investigador David Leyva.
Al interesarse en esta generación de
escritores que se hicieron adultos con la llegada de la Revolución, Jamila se inscribe
además dentro del grupo de jóvenes que, cada cual por su lado, hacemos/hacen/harán
arqueología revolucionaria. ¿Objetivos? Revelar personas, momentos y coyunturas
esenciales en la cultura cubana y de las que apenas se sabe lo suficiente debido
fundamentalmente a manipulaciones, extremismos y diferencias ideológicas. Ella
misma apunta una idea que evidencia la esencia de los nuevos arqueólogos,
porque arqueólogos siempre habrá: “En general- dice- los análisis históricos- críticos
existentes en Cuba sobre la literatura de los sesenta son poco numerosos y
obvian o no atienden detalladamente algunos géneros y figuras”.
Ese vacío o maltrato interpretativo lo
ha sufrido Casey, de quien sabemos muy poco, o nada, pese a sus 7 libros
publicados. Así, lo que aparece, al decir de Jamila, está, “contaminado a ratos
por la ambigüedad o sesgado por alguna laguna.” Evitándolas, se ha escrito este
texto que pasa por el ensayo y la poesía, por el ensayo y el periodismo, porque
en los anexos, además de la útil cronología y los textos escritos en inglés, se
incluye una esclarecedora entrevista al escritor Antón Arrufat, amigo de Casey.
Calvert Casey fue definitivamente un
hombre extraño, y de muerto no lo ha sido menos. No lo digo por el interés que
ahora despierta, al punto volverse centro para una holguinera radicada en La Habana,
quien hace una tesis que se convierte en libro, donde hay de poesía y ensayo a
la vez. Lo digo porque el propio Jorge Enrique Adoum relata una anécdota
fabulosa en su libro De cerca y de
memoria.
Escribe Adoum que, luego de la muerte de
Casey en Roma llegó a sentirlo desandar la habitación que de él había heredado
en Ginebra. Escuchaba su voz, sus pasos, su respiración, sus golpes sobre los
objetos y se volvíeron estos tan insistentes que él, quien jamás había visto
ni creído en aparecidos, tuvo que
mudarse para siempre.
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