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la siesta, de antonio gattorno |
Aunque
en Cuba tengamos un verano eterno, cuando le corresponde el turno a la
estación no hace falta ser experto para darse cuenta que ha llegado:
la gente instala sus asientos en aceras para apresar así la poca
brisa, y los bordes de las vías quedan bloqueados con balances y
banquetas y butacas donde suele atrincherarse la familia; y en el
centro la abuela, quien ni con una penca logra producir alguna brisa,
solo conseguirá un vaho angustioso para animar sus historias. El
perro tumbado a su lado la escuchará mientras mira con ojos ansiosos
porque dos moscas se disputan los restos de lo que fuera un suculento
mango.
En
verano los días a veces suelen ser despedidos con aguaceros
torrenciales a los que acompañan rayos y centellas de espanto que a
los transeúntes ponen la carne de gallina, y corren a sus casas en
busca de refugio, de modo que todos los puestos de trabajo, o casi
todos, vienen perdiendo el ánimo a la vuelta del mediodía. Porque
entre el calor y la amenaza del diluvio que no acaba de ocurrir nadie
se atreve a permanecer lejos de los suyos, y solo al integrarse a la
muchedumbre de la calle se dará cuenta de que, de tanto hervir, el
asfalto enseguida se bebe el líquido para que al amanecer el
panorama quede como si no hubiera pasado nada.
Una
dama del siglo XVIII dejó escrito que los de aquí espantaban el
estío no con vino, sino con jugos de frutas naturales y buenos
chapuzones en los ríos de apacibles y cristalinas corrientes. Pero
eso fue tres siglos atrás, porque para conseguir hoy la
fruta y para llegar hasta el río hay que acalorarse tanto que no
vale la pena el supuesto instante de placer posterior. El transporte,
el viaje y los recursos para garantizar viaje y estancia diluyen la
emoción. Eso, sin contar que para encontrar un río emocionante hay
que adentrarse en la manigua como si uno se fuera a instalar en ella.
Los ríos han ido degenerando por nuestra culpa, y quizá también
por la de nuestros antepasados, que se habituaron a arrojar en sus
aguas los restos del piscolabis y quizá algún objeto como una pluma
estilográfica.
¿Una
pluma estilográfica? Esta sí no me la hubiera imaginado en el lecho
de un río, pero sí, que también habrá habido escritor que sin
dobles sentidos buscara humedecer las musas, que ya se ha dicho que
con tanto calor no se puede pensar correctamente. Por eso hemos
tenido más escritores de temperamento que de profundidad filosófica,
y cuando ha habido profundidad filosófica se ha conseguido, con
contadas excepciones, en un cuarto refrigerado o en geografías
primero más amables, viendo desde la ventana cómo se congelaba el
mundo e impidiéndolo con una estufa a punto de estallar para que les
recordara al verano cubano.
Un
breve repaso por la historia de la literatura me hace pensar que
buena parte de nuestros libros y novelas principales nacieron lejos
del verano, y que de haberlo padecido con tanta intensidad pocos
libros se habrían escrito, pues entre las consecuencias de esa hora
del día en que el mundo pareciera detenerse dejándonos de frente al
fogaje del sol, y el gallo que canta encima de la tapia, y el cerdo
que chilla en el patio del vecino, y el comentarista que grita
“goool” desde el televisor de arriba, y el rastrero que estremece
la cuadra con el claxon de su rastra, y la sirena que instaló aquel
que teme le roben cuatro aparatos electrónicos traído de no sé qué
misión, no hay cabeza que encadene una buena idea; no una grande,
ninguna.
Pero…
bueno, esto de saltar para la escritura en tiempos de verano es culpa
de la dichosa pluma estilográfica, ¡como si alguien se detuviera en
objetos semejantes! Si acaso llegamos al río, y nos ponemos a buscar
en sus contornos, será una moneda, o un objeto de valor -una cadena,
un arete, un guillo-. Y la simple idea de encontrarla hará estallar
nuestra imaginación, volviéndola más viva que la de todos los Premios
Nobel del mundo, y retando al verano fantasearemos con castillos,
vehículos, trastos de toda clase y hasta con estaciones espaciales
donde seguro pasaremos los veranos siguientes.
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