Uno piensa que el conflicto puede ser
infinito, y lo piensa porque es un asunto genético, metido en los tuétanos,
asentado en las entrañas, un bajel cargado de odios que navega por mares de
sangre cuando los dioses quieren que la haya, y soplan, y el aire termina en
guerra y la guerra termina en otro pacto y el pacto sigue aplazando el odio. Se
trata de la intolerancia ramificada desde el inicio, hace tanto tiempo que ya
nadie lo recuerda. Y allí está, repetida en pequeñas dosis, presente gracias a la
voz reverberante con la cual duermen los niños que con historias sobre minorías
excluidas, exterminadas, vejadas, sueñan; de tierras prometidas por los siglos
de los siglos, de conflictos tras los que escondidos yacen culturas más
avispadas, ideologías más caprichosas, religiones. ¿Cuántos dioses necesita uno
para ser feliz? ¿Cuántos calmantes? ¿Cuántas mentiras? Todo es genética
por estos días. Genética mundana y aberrante.
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