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lunes, mayo 26, 2014

El último

foto: kaloian santos cabrera
Con la muerte el pasado sábado del declamador Luis Carbonell, también llamado Acuarelista de la Poesía Antillana, se extingue una estirpe que antaño fuera popular: los declamadores, esos hombres y mujeres que ambientaban tertulias, fiestas, programas de televisión y radio y hasta actos públicos con poesías a las cuales llegaban por intuición, y a veces esta era muy buena; otras, de pésimo gusto.
El caso del santiaguero se  demuestra que entre los declamadores había talentos verdaderamente trascendentes, que no era asunto solo de agarrar un texto y recitarlo con un tono impostado para sacarle el llanto a las abuelas y a las señoritas románticas; interpretar una poesía podía ser más, debía ser más, era tomar el poema y hacerlo tan propio que uno podía dudar si en verdad pertenecía al declamador o al poeta que lo había creado.
Así más o menos me pasó con La Rumba, de José Zacarías Tallet, texto que Carbonell declamó tan bien, le puso tanta música, que hasta el autor debió sorprenderse y felicitarlo y entonces La Rumba pasó a ser una invención de los dos, de Tallet porque la había escrito, y de Carbonell porque al leerla en lugar de escucharse uno leyendo, escuchaba la voz del santiaguero, con su acento, su dejo, su finura.
Creo que junto a Luis Carbonell, que siguió con noventa años a su amiga amada Ester Borja de cien, y creo que fue su partida lo cual lo motivó a retirarse de este mundo de una vez, muere algo de una época ya extinta. Y no solo lo digo aludiendo a los declamadores, que hacía rato estaban muertos, si no por lo que simbolizaba él, por lo que defendía aún, por eso a lo que en su casa, solo y quieto en la plenitud de sus recuerdos, parecía aferrarse a toda costa.

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