A principio de los noventa adquirí una novela editada por Letras Cubanas. Era El
pan dormido, de un escritor de quien entonces nada sabía y desconozco por
qué me dirigí hasta el ejemplar, dispuesto en los estantes de la librería entre
otras tantas novedades para mí. Supongo fuera por la ilustración de José Pérez
Olivares o porque yo era un adolescente hambriento
y me gustaba mucho el pan, que a veces debido a la penuria era algo más que un
sueño recurrente (digo, un buen pan, uno abundante y bien hecho, no la famosa
bolita de pan que se hizo moda después).
El libro contaba sucesos entorno a una
panadería y su mayor virtud fue haberme presentado una nueva pléyade de escritores y libros. Primero debí rastrear datos
sobre su autor, el santiaguero José Soler Puig
y así di con más de una entrevista donde narraba momentos de su vida y,
fundamentalmente, mencionaba a otros escritores desconocidos mientras le veía mirar
a los periodistas siempre con un cigarro entre los dedos y las marcas de un
despigmentación en la piel.
Soler Puig se había pasado la vida queriendo
hacerse escritor. Seguía los consejos de un librito titulado El arte de escribir, según el cual había
que imitar la escritura de los otros autores. Y lo cumplió a cabalidad: al
ritmo de un cuento diario inventaba historias donde podía seguir códigos lo
mismo de Corín Tellado que de Carpentier. Casi todas hablaban de los panaderos
con los que hubo de entablar amistad porque había crecido en los altos de una
panadería, propiedad de su padre.
Fueros los trabajadores de la panadería quienes
le hicieron tomar una especie de conciencia clasista, azuzada luego por
lecturas marxistas que debe al holguinero Francisco García Benítez, hermano del
ilustrador principal de la revista Carteles, donde publicó alguno de sus
cuentos. Poco después, e ideología mediante, se hizo amigo del
profesor de la Universidad de Oriente y ensayista José Antonio Portuondo,
responsable también de su triunfo literario.
Luego de conocer a Portuondo Soler Puig leyó
más que antes y habló de literatura más que antes en tertulias semanas que el
académico convocaba en su casa. Fue Portuondo quien tomó la determinación de enviar
a Casa de las Américas el manuscrito de Bertillón
166, novela que había escrito en dos meses el santiaguero y por la cual,
ante la vacilación de este, el ensayista debió ordenarle: “Usted la manda”. Y
la mandó a los 44 años.
El libro fue ganador del certamen y catapultó el
talento de su creador. Es una obra escrita con corrección que aborda los
acontecimientos del 30 de noviembre y la insurrección armada, tema que tuvo a
su favor. Ya se ponía de moda en la literatura cubana la lucha revolucionaria,
aunque no fuera este el primer y único libro de éxito escrito para la fecha. Baste
recordar El sol a plomo, de Humberto
Arenal; No hay problema, de Edmundo
Desnoes o Así en la paz como en la guerra,
de Guillermo Cabrera Infante.
En el jurado de aquella edición inaugural de
Casa se encontraba Alejo Carpentier, admirado por Puig al punto de intentar
imitarlo por momentos, y uno de los tres entendidos del jurado que ratificaría
el “temperamento de novelista” de quien había nacido el 10 de noviembre de 1916,
en una familia pequeñoburguesa, y se había mantenido ajeno al mundo literario.
De modo que cuando arribó a Casa de las
Américas a recoger su premio dio la impresión de haber llegado al lugar
equivocado, aunque su talente asustadizo no impedía que aflorara pronto la
madera de escritor que había cultivado con paciencia y esfuerzo colosal.
Después, promovido como el
talento al fin reconocido, Soler Puig escribió libros como Un mundo
de cosas, El caserón y El
derrumbe. Más tarde tuvo que sobreponerse a
desgracias como la pérdida de hijos y a los años que veía llegar como pelotas
de futbol. De adolescente había sido arquero del Colegio donde estudió. Y en el
ocaso de su vida no hizo otra cosa que lucirse en la portería, deteniendo
pelotas y leyendo.
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