joyce caroll, foto de internet, modificada |
Esperando sin esperar nada pudo haber
estado Joyce Caroll Oates en su amplia vivienda rodeada por flores lilas y arboles
inmensos que atisba desde la ventana mientras inventa historias en su laptop. De
existir el término diría que es una “mujer de letras”, escribió Updike cuando Capote
ya la había llamado “monstruo al que debería decapitarse en un auditorio
público.” ¿Por qué semejantes cumplidos? Coincido con el argentino Rodrigo Fresán,
se corresponden con la extraordinaria productividad de la escritora, quien saca
libros al ritmo de una máquina para producir cigarrillos.
Puro
fuego
es la única novela de Joyce Caroll Oates que he podido leer. En ella descubrí
una prosa vertiginosa de imágenes abundantes en la cual se ratifica la esencia
de una literatura desde hace bastante tiempo sospechosa para la Academia Sueca,
la originada en los Estados Unidos. De hecho, este año también esperaba sin
esperar nada el octogenario Philip Roth, tantas veces nominado, tantas veces
nervioso porque es mentira que una persona propuesta para el Nobel se mantenga
imperturbable en los primeros días de octubre, es mentira que no espere el
premio, que no sienta un cosquilleo en el estómago cuando amanece jueves y un racimo
de especialistas se dispone a elegir el nombre que representa una manera de
decir y pensar, un mundo formado a través de palabras y atmosferas y
sentimientos y dudas. Es mentira tanta indiferencia cuando se encuentra uno
entre los posibles ganadores y su nombre, incluso sin quererlo, personifica a una
cultura.
La elección de cada premio Nobel supone
también el reconocimiento a la cultura en la cual se inserta la obra del
escritor. Viéndolo de este modo considero algo menos que penoso que países tan
potentes como Argentina y Brasil jamás hayan engrosado la lista de los
galardonados, como si la expresión literaria de sus pueblos careciera de importancia,
o como si de ellas nada nuevo en el orden estrictamente literario llegara a
conmover a la academia.
Desconozco todo acerca de las casas de
apuestas, incluido quienes se hallan detrás de las más renombradas según dicen
los sitios web. Lo único beneficioso que les veo es su efectividad para promover
la lectura, pues aunque los autores pronosticados no sean los ganadores al fin,
la sola mención de sus nombres y obras los llevan durante semanas a ocupar
páginas de periódicos, además de despertar el interés de los lectores que por
mera curiosidad, ansias de conocimiento o esnobismo visitan la librería más
cercana solo para descubrirles. Algunas casa de apuestas volvieron a dar como
favorito este año a Haruki Murakami, el escritor japonés que recién ha sacado
un libro sobre el terremoto que sacudió a Japón en el 2010. Japón como cultura
no puede quejarse, pues dos escritores suyos han merecido el galardón, aunque
la cifra pareciera insignificante tomando como referencia su tradición.
En el caso de Murakami puedo decir que
al menos es de esos escritores que se granjean enemigos sin más motivos que
haber titulado un libro de la manera en que lo hace. Lo llaman “light”, “invención
de editoriales japonesas”, “escritor de la nada y sin sentido”, “basura
millonaria”. Pero Murakami es tan merecedor del Nobel como lo fue James Joyce y
nada puede convencerme de lo contrario. Incluso cuando el paso del tiempo desvanezca
el interés hacia su literatura, machucándola como machuca la yerba una burda aplanadora.
Terminada la fiebre Murakami, quizá cien, doscientos, mil años adelante si aún
existe vida sobre la tierra una nueva fiebre podría revivir en interés de los
lectores, como podrían hacer renacer la obra de decenas de escritores que gozan
hoy de menos publicidad, que despiertan menos inquietudes pese a ocupar un
decoroso lugar en el mundo de las letras.
Murakami ostenta de un público lector
creciente. Miles de adolescentes y jóvenes siguen sus libros, discuten sus historias
y viven con sus personajes como no es frecuente le suceda a los personajes producidos
por la imaginación de muchos de esos narradores que creemos perfectos o
idóneos, personajes en la mayor soledad hoy, en el mayor abandono, en la zozobra
también padecida por literatos que como el japonés cada jueves de octubre
cuando un grupo de académicos avanzan hasta el sitio donde se elegirá el
escritor más famoso del mundo por unas horas, por unos días, quizás por unos
meses, trepidan de nerviosismo.
Hay toda clase de criterios referentes a
nominados al Nobel de literatura y entre quienes los generan hay decenas de
escritores que jamás llegarán siquiera a merecer una distinción parecida, que
aunque también depende del capricho de un reducido grupo de académicos, que aun
sujeta a su capacidad para desentrañar los intersticios con los que se ha
armado la obra, es un premio de relevancia. Si para algunos no sirve para nada para
otros tiene el valor de despertar el interés en las grandes masas de lectores
por la literatura.
Pero, ¿qué es la literatura sino la
expresión estética de un individuo ante su entorno y su vida? En verdad algunas
veces pareciera solo la consecuencia del entramado inmisericorde de las
sociedades que solo por su desarrollo encumbran escritores, y estos,
gracias a la complejidad social-urbanística-política llegan a
construir historias verdaderamente atractivas para el público, cada vez más
viciado por los audiovisuales. El cine y la televisión moderna ponen de moda la
prontitud y el artilugio como recurso para
atrapar a quien andan de paso o no quiere pensar demasiado en la vida que sufre
o vive a toda velocidad para no padecerla. En medio de semejante aluvión de
imágenes, ¿qué le queda a la literatura contemporánea?
La escritura de un autor como Roberto
Bolaño puede darnos algunas respuestas. Si no hubiera muerto, tal vez su nombre
sonara entre los candidatos al Nobel y, de merecerlo, Chile se habría
convertido en el único país latinoamericano en colocar a tres de sus autores en
las listas del galardón. Y sería un golpe de suerte, si a fin de cuentas el
Nobel de literatura padece de eurocentrismo, las naciones con mayor número de autores
premiados son las potencias europeas, con la
excepción de Estados Unidos y la extinguida Unión Soviética, cuyo papel
como potencia en constante lucha ideológica visibilizó a escritores que habrían
pasado desapercibidos para la academia en otro contexto.
Este año se supo que la medalla tallada
con la cabeza de Alfredo Nobel no fue para poeta o narrador alguno de habla
hispana, donde la cosa parece estar de mal en peor, al menos carecimos de un
nombre sonante entre los favoritos de las casas de apuestas. Tampoco fue
asiático, y era sabido, y debe haberlo sospechado Murakami, quien tal vez
amaneció al fin sin ansiedades en octubre. Y tampoco fue norteamericano, lo
cual debe haber provocado que Philip Roth frunciera sus gordas cejas y soltara
un escupitajo a la tierra, o que Joyce Caroll Oates abandonara su casa rumbo al
jardín con su paso de insecto inestable, mientras en algún lugar de la Unión Thomas Pynchon, Cormac
McCarthy y Paul Auster se tomaban un traguito sin sospechar que elegirían a una
canadiense.
Canadá es
otra de las grandes naciones que no habían merecido los favores del jurado y
algunos consideran que dicha ausencia se debe a la inmadurez de su literatura,
pues la literatura también puede ser como el vino y el país que lo produce una
cava inmensa donde se pueda elegir. Puede ser como el vino y como el pan y eso
me hace pensar en nuestro entorno, pues no logro imaginar cómo sería la nuestra
en caso de ser una panadería, y lo único cierto en esto es que hace mucho
tiempo que no se habla de cubanos para el Nobel y algunas casas de apuestas
locales aseguran que no se hablara por ahora, ni siquiera cuando ciertos
autores han logrado cierto reconocimiento y visibilidad por medio de las
editoriales más prestigiosas y los más prestigiosos periódicos. Pero, hablaba
de la literatura hecha en Canadá, donde la gente reaccionó
como reaccionan los canadienses (no sé cómo reaccionan, pero, bueno…) cuando tuvieron
la noticia de que una mujer llamada Alice Munro era la nueva Nobel, y que Munro
recibía la etiqueta de “maestra de relatos cortos”. Se trata de una dama cuya
literatura, dicen sus lectores, se nutre de lo cotidiano, de la gente que habita
el lugar donde ha vivido, Ontario.
Aun no he leído a Munro y me pasa como con
Mo Yan, pues al escuchar su nombre el pasado año solo pude decir: “Que bueno, un chino”. Y por más que
hiciera lo posible sigo sin acercarme a un libro suyo, por el cual espero
pacientemente, como espero por el de Munro, y como esperan los autores que cada
año siguen sonando para el Nobel. Con ellos esperan las culturas, donde miles
de lectores sobreviven a una era poco favorable para los libros y la literatura.
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