Me tocó viajar con 
unos choferes  de guagua que, en silencio, amaban la Comunicación. Pertenecen 
  a la empresa ASTRO y dieron la impresión de ser dos hombres correctos,
  circunspectos y formales, que trabajan en el mismo ómnibus y cubren la
  misma ruta. Por algún problema de planificación habían tenido que  
trabajar doble turno (Por algo somos militantes, dijo uno).
El primer indicio de su apego por la Comunicación  lo  
explicitaron al abandonar la ciudad. Aún podía olerse a nuestras  
espaldas el tipo de aromas (nicotina…aunque depende del lugar. El del  
baño de Cascorro es indescriptible, por ejemplo.) que envuelve toda  
terminal, cuando quien iba de copiloto, en el primer tramo agarró un  
micrófono conectado a la reproductora de casettes e hizo casi como un DJ
  profesional: tocó al aparato dos veces, sopló puffffff pufffff, y  
preguntó: ¿Se oye?
Como  se oía, el hombre, con camisa de mangas largas y corbata
 impecable  (“Esta es una empresa nacional”, solía decirle al otro), 
engoló su voz  para enredarse en un discurso mediante el cual ofrecía la
 bienvenida y  ponía las leyes del viaje dentro del vehículo: cero 
cigarros, cero  restos de comida, cero desórdenes.
Los pasajeros nos comportamos bien, 
excepto dos o tres  que dejaron caer dulces al suelo y reían a 
carcajadas como si viesen un   espectáculo televisivo en aquel ómnibus 
sin televisor. Ellos, por su  parte, agarraban el micrófono cada vez que
 entrábamos a un nuevo pueblo  para, con la misma formalidad de antes, 
advertir que habíamos llegado a  tal lugar y que allí haríamos una 
parada de tantos minutos. Tampoco se  excedieron con la música. 
Me  espanto cada vez que debo viajar, pues
 las reproductoras de las guaguas  son como una caja de pandora de la 
cual pueden brotar demonios  terribles. Bueno, ya lo dice la palabra: 
pueden brotar demonios. Tanto  que, el otro día, me monté en una local y
 el chofer nos tenía preparada  una sorpresa tremenda: una radionovela. 
No recuerdo cuál era la emisora,  pero la radionovela era igual a todas,
 medio dulzona, llorosa al punto  de que una vieja cerca de mí casi 
hacía pucheros cuando uno de los  personajes le contó a otro una 
terrible historia en la cual estaba  metido. Alguien se quejó: “Si 
todavía pusiera reguetón”.
Pero el dúo de pilotos de aquella guagua de ASTRO no era  así 
de extraños, y se conformaban con baladas conocidas y salsas  
románticas. Y eran serviciales, y condescendientes, especialmente con  
los hombres, pues era Día de los padres. “¿Qué día para trabajal, eh?”, 
 le diría el negro. 
En  un momento del camino lo recogieron.  Era custodio y debía
 trasladarse  kilómetros para llegar a su trabajo. También se 
descubrió comunicativo,  pues en un segundo contó su vida, la de sus 
hijos (“Tengo dos muchachos  y namá que están pa las jebitas. ¡Y cómo 
comen!”) y la de su barrio,  que, al decir suyo, está en candela: es 
decir: pasan allí cosas  tremendas.
Lo primero que  hizo fue preguntarle a los
 choferes si querían café “Calientico”, dijo:  “Casi es de ahora mismo”.
 Y sacó de una jaba un pomito con el cual llenó  un pequeño recipiente. 
Y fue de la mano del piloto a la del copiloto.
 Y, como llegábamos al destino, el 
copiloto, con el café  ante su nariz, tomó el micrófono. Y se disponía a
 decir más o menos lo  que había dicho en todo el viaje, cuando el 
negro, que también es  bicitaxi en su tiempo libre (pogque… ¡ hay que 
vivir!!), hizo una  pregunta que me pareció ejemplo  del cubaneo. Miró 
al hombre, y habló:  ¿Qué?, ¿va a cantal?
El  copiloto nunca cantó, sino que lo miró
 serio (después sonriente, cuando  lo vio descender, condescendiente) 
con la misma circunspección del  principio. Casi habíamos llegado al 
destino, y él, sin dejarse  abochornar, nos lo comunicó.
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