Ahora que
ha pasado a mejor vida, como dice la gente cuando alguien se muere,
he de escribir unas palabras sobre Gonzalo Rojas. No las escribí
antes por falta de tiempo, y porque no había existido el pretexto
adecuado para sentarme a escribir. En este minuto, la razón visible, es
sumarme al homenaje póstumo (¡a quién le sirve eso!) que rinde el
mundo al gran poeta chileno de quien, estoy seguro, era uno de los
más grandes de la lengua hispana. Entre los vivos era un verdadero
genio. Y ya no tiene nada que envidiar: se nos ha vuelto inmortal.
Albergado
en la poesía, jugaba con las palabras y se le veía salir despavorido
si al doblar la esquina lo sorprendía un lugar común. Lo suyo
consistía en eso: en provocar y jugar y hacerlo de una manera
distinta. Quien sabe si tanto juego y provocación no era más que un
homenaje constante al tiempo que viviera cuando aún era un niño cuyo
único contacto con las letras consistía en la lectura colectiva para
su colegio. Dice que por allí comenzó todo. Porque Gonzalo Rojas era
medio tartamudo y leer en público puede ser un castigo al que un
tartamudo debía por cobardía burlar. Sus lecturas se hicieron
originales. Trocaba las palabras que le causaban farfullar ante sus
compañeros y en esa especie de acto defensivo se fue creando, sin
saberlo, el germen de la obra poética catalogada de “inconclusa”. El
resumen de sus textos, lo que se denomina “obra” era ya tan
importante a inicios del siglo XXI que, en 2003, recibió el Premio
Cervantes.
Pero
el XXI (“Poca confianza en el XXI, en todo caso algo pasará…”) le
reservaba sus sorpresas. Sobre todo, le reservaba el Cervantes. Haber
pospuesto este premio a Gonzalo Rojas fue algo que, aunque casual,
pudiera entenderse como una especie de signo indescifrable. Leyéndolo,
advierte uno que tanta osadía verbal no pertenece a un siglo viejo ya
al oído, como lo es el XX, sino que pareciera edificada en plena era
de redes sociales, donde se concatenan los idiomas y se funden las
palabras de una manera insaciable. Algún día llegará ese nuevo idioma.
Y promoverá una manera indomable de comunicarse. Y pensaremos
entonces que, allí, en ese punto de la historia, cada palabra con la
cual ha sido calzada la poesía del chileno habrá llegado a su por
qué. ¿Para qué las palabras?, se preguntaba un día.
También
diplomático y profesor, Gonzalo Rojas supo corresponder a un aliento
que en el pasado promovieron coetáneos suyos como Pablo Neruda y
Vicente Huidobro. Los dos muertos. A los dos sobreviviente. Y anciano
(al morir tenía 94 años), leyendo sus poemas, daba la impresión de
ser un hombre desfachatado. No había otra manera, al menos eso pensé
luego de su estancia en La Habana, de interpretar la actitud de
alguien que lee poemas sobre sexo de la manera en que lo hizo él. Habrá
quien que se sonroje aún cuando lo que escuche, que para eso queda
video y audio de su voz. Habrá quien quiera corregir el poema. Esta
lectura no es para puritanos.
A veces los poemas de Gonzalo Rojas vienen con
letras de juguetería. Las vemos moverse, salir despavoridas, como si
uno fuera miope y se le hubiesen extraviado los espejuelos. Como si de
la lectura huyeran todas a la vez. He ahí la huella de un maestro:
producir palabras danzantes, en movimiento, movedizas como la arena
de los sueños. ¿Con qué objetivo? Quién lo puede saber. Ya lo
advirtió una vez ese chileno que hoy tenía marcada su muerte. Habría
sido mejor escoger otro oficio porque, si “uno escribe en el viento:
¿para qué las palabras?”
No hay comentarios:
Publicar un comentario