La primera  película cubana que vi durante la presente
 edición del Festival de Cine  Latinoamericano fue Larga distancia,
 el filme de Esteban Insausti que ha permanecido entre las cinco 
preferidas por el público.  Hubo buena asistencia en la proyección del 
Chaplin. Se esperaba con gran  expectativa la nueva propuesta del cine 
cubano sobre la que su director  había advertido que no era más de lo 
mismo.
Y, en parte, Insausti tiene razón,  su filme no
 es más de lo mismo en cuanto a tratamiento de la  problemática 
nacional. Es decir, el choteo, el folclorismo y el sexo  persistente se 
ponen a un lado para darle paso a la reflexión más  profunda, al 
análisis sociológico, a las preguntas esenciales de la  filosofía. 
Aunque, debe decirse: la película reflexiona sobre  determinadas 
circunstancias que, por motivos diversos, se convierten en  recurrencias
 del arte nacional. Así ha sido y será.
El centro del filme es el desgarramiento y  la 
impotencia, el desgarramiento de quien emigra y la impotencia de  quien 
no puede hacerlo. Sin embargo, más que la impotencia de no poder  
trasladarse hacia otro lugar, cualquiera que sea y dondequiera que se  
encuentre, el sentimiento que mueve al grupo de personas limitados por  
la geografía radica en la desgracia de no poder dejar atrás una vida  
determinada por carencias, sumida en ambientes marginales, pletórica de 
 frustraciones, etc. 
El filme intenta  hilvanar desde la perspectiva del 
personaje protagónico, una cubana  emigrada que cumple años lejos de sus
 amigos de infancia, la vida de  cuatro treintiañeros, cada uno de ellos
 varados en una vida alejada de  la que soñaron. Ninguno se encuentra 
satisfecho: la que emigro siente  que le falta su pasado, su ambiente, 
su cultura. Los que se quedaron  comprueban cada mañana que no viven 
aquello que años antes habían  pensado vivir. Es el dilema de la vida y 
es un tema repetido entre los  cubanos, un asunto que el arte va 
abordando de diferentes maneras.
Si hace mucho tiempo Titón se vio atraído  por 
la historia escrita por Edmundo Desnoes era precisamente porque  
semejantes sentimientos se empezaban a desarrollar en la mente de los  
cubanos. Entonces, un joven burgués se sentía abrumado por la Revolución
  y lo que ella implicaba en su vida (la familia se había ido del país y
  lo había dejado solo en un mundo donde cada hora significaba un metro 
de  hundimiento en el abismo de una realidad extraordinaria.), es decir:
 la  entrada a lo desconocido, la posibilidad de perderlo todo o ganar 
algo  que antes no se había siquiera pensado. 
Ahora, la joven que se ha marchado,  
atormentada por la soledad y la añoranza, se inventa una realidad que no
  existe y esa fantasía le permite a Gracía Insausti exponer y  
contraponer a esta la historia de los amigos que se han quedado en la  
Isla, como el Sergio de Desnoes, pero cuya realidad luce mucho más  
traumática al encontrarse movida casi siempre por la frustración y no  
por la incertidumbre. 
Quizás el uso de  símbolos demasiado usados en la 
filmografía cubana y esos parlamentos  medio panfletarios se conviertan 
en el talón de Aquiles del filme. Eso y  la ambiciosa intención de 
narrar con lujo de detalles la vida de los  cuatro personajes. Una mejor
 edición podría haber ayudado en síntesis y  habría evitado que en 
algunos momentos uno bostezara y tuviera que  aguantar la interrogante 
de: ¿Hambre o sueño, hermano? Ni hambre ni  suelo, un ligero desliz en 
mi atención. Nada más.
Fue bueno haber visto el filme deInsausti, 
porque nuevamente nos hace reflexionar sobre la realidad que  vivimos. 
El cine cubano nunca ha dejado de pensar en ello, claro, aunque  muchas 
veces lo hace desde una perspectiva aparentemente menos seria.  No es 
culpa de nadie más que de los realizadores y del público que,  
conmovido, conectado con este modo de decir, incrementan la fama de  
obras que no lo son tanto, no son para glorificar, no, aunque sí para  
tener en cuenta. Es lo que pienso, ahora, de Larga distancia.
 

 
 
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