foto: kaloian santos cabrera |
No fue hasta cuando el avión quebró la compacta
nubosidad persistente desde Lima que pude ver la mar de luces extendida como
nunca antes había visto otra. ¡Es Buenos Aires, querido! Y para complacerme, el
avión empezó a planear como cóndor por sobre aquel hormiguero de
incandescencias estáticas o en movimiento, y una voz avisó luego con la
seguridad de quien era capitán de aquella nave perteneciente a la aerolínea Lam,
que por congestiones en Ezeiza el aterrizaje todavía iba a demorar varios
minutos.
Ezeiza es el lugar donde se encuentra la
principal terminal aérea de Buenos Aires, que por honrar a la persona a quien
se debe su construcción y acabado en 1949 lleva el nombre de Ministro Pistarini;
mas, por ironías de los pueblos y las culturas, el general Juan Pistarini carece
de trascendencia para la mayoría de los viajeros y trabajadores de allí, pues
todos, valiéndose sin saberlo de un recurso de la retórica llamado metonimia,
lo identifican por la zona donde se levanta el primer edificio de la Argentina
que le abre los brazos al visitante.
Luego de superar cuatro filas de turistas
brasileños, abrazar y besar a mi esposa, que anhelante esperaba desde la noche
anterior, vi desde las aceras de Ezeiza la nata celeste haciendo girones por
sobre los edificios y las vallas para la publicidad o la propaganda. Sus
tonalidades crispadas habrían de acompañarnos por autopistas y calles, y aún
desde el apartamento donde nos refugiamos poco después, a través de unas
ventanas de cristales pulidos, descubrimos que seguía entorpeciendo lo que habría
sido para mí el primer día donde sol y frío se tomaban de la mano.
Qué lindo, le dije no obstante, y ella
me miró poco conforme, y después me observaron otros amigos pues, ducha caliente
de por medio y un bife de res, me encontraba ahora copa de vino en mano
alabando el día gris con sus opacas iluminaciones, árboles secos, transeúntes a
quienes solo los ojos veía y perros mudos por culpa del viento gélido como no lo
serían los primeros amigos que encontré en la ciudad. Y uno me dijo: Lo dices
ahora porque llegas, pero cuando pasas una semana así, mandas a cagar el
invierno. Sonreí.
Para un cubano que dejaba atrás sus 30
grados a la sombra -porque el sol quiebra el asfalto en agosto y solo los
turistas nórdicos se arriesgan a pasear en un descapotable del cual se bajan a
punto de la insolación y, pese a todo, piden bailar un poco de salsa- el
invierno bonaerense pareciera clima del paraíso, aun cuando deba vestirse uno con
tres o cuatro piezas y una bufanda de gruesa textura. Por el clima, estaba en
una nevera perpetua; y por el tamaño y solidez de los edificios tuve la
impresión de moverme en la motherboard
más grande en la que una hormiga podría haber caído.
Los días y las noches fueron sucediéndose,
y una de esas, probablemente contento por la generosidad de vinos y quesos
locales, caí en la cuenta de que contrario a lo planificado no había visto un
solo grupo de fanáticos discutir de fútbol en cualquier esquina; y no digo “en cualquier
cola” porque las colas acá carecen de espontaneidad. Son totalmente
planificadas y falta de gracia. La afluencia de público en un establecimiento al
cual se llega para recibir un servicio cualquiera se resuelve tomando un tique de
un armatoste ciego. Y mientras llega el turno te puedes ir con confianza a
comer o a caminar, que ya avisará la pantalla donde saltan elegantes los
números digitales. Hay aparatos repartetiques en todos lados, pero nadie hablaba
de fútbol cerca de ellos. Ni siquiera porque solo nos separaban unas horas de la
final en la Copa de Brasil donde los argentinos quedaron segundos debido al
descuido de la defensa que un resuelto centrocampista alemán supo aprovechar de manera impecable.
Mario Götze es
un muchacho de complexión moderada como su estatura, pero le había metido tal
patada a la brazuca que los cuarenta millones de argentinos tres días después padecían
el efecto de aquel acto terrible. Al menos fue la impresión que a simple vista
tuve ante la persistente evasiva de lo que había supuesto el tema principal, la
comidilla de todos en el país al cual recién había llegado. Sin embargo, otra
era la realidad. Nadie hablaba de fútbol y nada excepto la televisión y la
publicidad remitía a un deporte al cual esta tierra ha dado héroes como Maradona
y Messi. De
Maradona la televisión habla siempre, aborda asuntos que no me interesan, aspira
a que invirtamos nuestro tiempo en escuchar chismes sobre sus mujeres, o las malas
pulgas que le llevaron a pegarle a un periodista el mismísimo Día del Niño. Me
agota el tema y desconecto el artefacto que sintonizamos mediante un
decodificador. En cambio, Messi te espera en cualquier esquina: chiquitico junto
a un champú o inmenso ante al moderno estacionamiento peatonal que recién
construyeron a pocos metros del obelisco en la vasta Avenida 9 de julio donde nos
detuvimos a reflexionar no de fútbol sino sobre el destino de la gente que
veíamos pasar de un lado al otro si mal terminaba el conflicto con los llamados
fondos buitres.
Bien me lo había advertido mi abuela,
quien una noche cubana me llamó nerviosa para quejarse por lo desacertado que
era yo con el destino de mi primer viaje allende los mares, ahora que al negro
le había dado por cogerla con la pobre Cristina. Oyéndola así de repente pensé
que me hablaba de una pareja de vecinos, y que haberse referido a ellos era
poco menos que un disloque de la edad, pero no: “el negro” era el presidente
Obama y la “pobre Cristina”, Cristina Fernández de Kirchner. Acababa de escuchar
en la radio una noticia sobre los fondos buitres, que en su imaginario era cosa
de Obama, y debido a él una garra gigante terminaría exprimiendo el cuerpo de
la “pobre mujer” hasta dejarla estrangulada como los gobiernos de Menem, De la
Rúa, Rodríguez Saá y Duhalde habían dejado a la economía de su tierra. No, no,
le había dicho: No pasa nada.
Pero aquella tarde, en 9 de julio, escudriñando
la publicidad sobre la cual veía a Messi, preguntándome cuánto podría ganar
Messi solo por exhibir su cara y su cuerpecito al lado de cualquiera fuera el producto,
entendí que sí, que los fondos buitres constituían una amenaza real para la economía
del país y de hecho habían sido motivo suficiente para que Axel Kicillof, un
ministro de economía tan joven como no lo tenemos en Cuba, fuera a negociar en
persona con los fondos buitres, que no son más que fondos de inversión, empresas
encabezadas por empresarios astutos y de preferencias ideológicas tan marcadas
que cuando les corresponde cerrar un negocio pesa tanto el beneficio como la
inclinación política de la persona a la que tienen del otro lado de la mesa. A la
cabeza de uno de los fondos litigantes, el NML Capital, se encuentra la empresa
Elliot Management Corporation liderada por Paul Singer, uno de los tipos duros
en esta historia, un exótico millonario cuyo nombre aparece entre los firmantes
del The Giving Pledge, antojo caritativo de los multimillonarios Warren Buffett y
Bill Gates. Ambos invitan a quienes tienen
tanto dinero como ellos para que ayuden a aquellos que no tienen nada y a cuyo
llamado han acudido conocidos magnates como los propietarios de Ebay, Facebook
y Spanx, una
línea de ropa interior que a las mujeres las pone más buenas de lo que son.
No sé cómo puede trascurrir una
negociación como la sucedida en New York cuando se vieron las caras los abogados
de los fondos buitres y los representantes del gobierno argentino, lo único que
sé es que el asunto se ha ido prolongando con los días, y que en ellos se han
sucedido momentos como el discurso de Cristina Fernández de Kirchner en la Casa
Rosada donde aseguró que su país seguía viviendo con normalidad pese a la
sentencia del juez Thomas Griesa, el encargado de esta disputa que se remonta a
los inicios del presente siglo y cuya nueva fase es la amenaza de acusar al
gobierno de Obama ante la Corte Internacional de Justicia de la Haya, hecho que
la Casa Blanca rechaza a toda costa. Y pienso en mi abuela y su obsesión con
“el negro”, pero miró otra vez la Avenida 9 de julio. Estamos en agosto.
En Argentina se sigue viviendo igual que
antes. Es la impresión que tengo. El chofer del ómnibus te ofrece los buenos
días al subir, el chino del comercio al cual a veces acudimos devuelve diez
billetes de dos pesos, nadie habla de futbol a mi alrededor pero en la televisión
pública aseguran que ha aparecido el nieto de Estela de Carloto. A Carloto la
dictadura le asesinó su hija de 21 años en 1976. La hija estaba embarazada,
pero la mujer nunca supo de ese nieto, pues fue uno de los aproximadamente 500
niños que los militares secuestraron luego de ultimar a sus padres militantes.
Carloto es la presidenta de Abuelas de Plaza de mayo, que no es lo mismo que
Madres de Plaza de mayo, cuya líder, Hebe de Bonafini no ha dicho por cierto una
palabra respecto al acontecimiento que conmovió al país y al mundo, haciéndome
pensar que efectivamente todo sucede últimamente en esta geografía. Viene
pasando. Pasa. Primero tienen un papa. Luego una inundación. Después un litigio
con consecuencias universales. Y siempre el fútbol, del cual por orgullo más
que por otro motivo nadie habla hoy en las calles, aún cuando irónicamente un
personaje de la tira que Rudy y Daniel Paz publican en Página 12 sugiera el trasfondo político de todo lo que sucede. “Encontraron
al nieto de Estela de Carloto”, informa uno, y el señor burgués responde: “Qué
horror... Hacen lo que sea para tapar que perdimos la final contra Alemania.”
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