La
noticia le dio la vuelta al mundo: Muere Philip Seymour Hoffman, el
actor norteamericano que mereciera el Oscar por su interpretación de
Truman Capote. Una jeringuilla clavada en el brazo de un tremendo
actor. Una jeringuilla y rastros de heroína, derivado de la morfina,
droga que un alemán bautizara en honor a Morfeo. Y no se trata de
sueños. Solo que otro artista adicto ha muerto presionado por el mundo, Manhattan, toda Nueva York, Estados Unidos, donde, al decir de El
País, unos 15 mil adictos a los fármacos antidepresivos y las
drogas mueren cada año.
Casi
a la misma hora, pero miles de kilómetros más al Sur, moría
Eduardo Coutinho, uno de los directores de cine más celebrados de su
tierra. También actor y guionista de películas como Doña
Flor y sus dos maridos. Coutinho tenía ochenta años y su viejo
cuerpo recibió las puñaladas, dicen que de su hijo, dicen que demente. La tragedia
sucedió en Río de Janeiro, gran ciudad de Brasil, país donde,
según O Globo, 20 de cada 100 personas pierden la vida debido a la
violencia.
Días
antes el cine había perdido a otro de sus creadores inolvidables,
ahora relegado por la edad, y por la vida que brota de los nuevos
cineastas. El húngaro Micklos Jancso, de quien hemos visto Salmo
Rojo, murió por cáncer de pulmón. La violencia del cuerpo. Los dolores que se prolongan. El estertor antes de abrirse la puerta de
los recuerdos y tomar carretera por última vez. Así es el fin,
pienso yo.
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