Ciertos
empleados públicos me hacen recordar al término recurrente en
épocas de Pizarro. No hablo de hombres en incapacidad de manejar la
brújula por desconocimiento y con oscuros instintos como
consecuencia del atraso. No hablo de abre corazones para agradecerle
a los dioses. Se trata de vecinos, coterráneos, compañeros que se
comportan como salvajes.
Los
salvajes modernos visten cualquier clase de prenda y uniforme. Puede
ser el uniforme de la empresa encargada de suministrarnos el servicio eléctrico o la que se ocupa de que recibamos cartas y la prensa, por
ejemplo. Y, si tales fueran los casos, el vecino de enfrente los ve
llegar a su casa como tropas de asalto. Si la verja no abre, aunque
baste una ligera sacudida para que ceda, el salvaje uniformado mete
patada e invade su propiedad (debe pensar que tal como ellos son
personal público así lo es el jardín violentado).
El
salvaje violador no ofrece buenos días ni se disculpa, lanza el puño
contra la puerta y golpea. Y asegúrese al abrir que el salvaje lo
haya visto a usted, de lo contrario, abierta la puerta, y dispuesta
su cabeza como diana, no dudará en asestarle en pleno rostro antes
de entregarle el recibo de la corriente o el periódico. Antes de dar
media vuelta y marcharse en su artefacto de pedales, si acaso lo
tiene, deja antes usted una silueta, la misa que se forma en la
pantalla cuando se va la señal.
Hay
muestras de salvajes más refinados, que fingen quererlo en la
consulta médica, en la carpeta del hotel, en la consultoría
jurídica, en la taquilla del teatro y hasta en la oficina del gobierno. También los hay de comercios, agencias de pasajes y cafeterías, mujeres y hombres a quienes cuando usted solicita un
producto, cuando hace una simple pregunta no dicen espere, o cuál de
todos, o con mucho gusto, o qué placer que nos visite. Nada de eso.
Gruñen. Y si le acerca una mano, muerden. Y si le pregunta ¿qué
pasó con el pollo o por qué me ubicaron en otra luneta? advierte que hasta
dientes de oro tienen y entonces podría pensarse que hasta vanidosos son.
He
llegado a la conclusión de que detrás de cada doncella o mancebo
que trabaja para el público se esconde un personaje brutal; brujas
con cirugías para pasar desapercibidas, un doctor Hide convertido
en metrosexual. Y pienso si acaso nosotros mismos lo hemos
transformado o si existe una fuerza superior para que
terminasen siéndolo. Pienso en eso y si logro responderme, existiré
luego.
Hay
veces en que llego a la casa con planes de ver una película o leer
un libro y no logro concentrame. Han sido muchos tropiezos en la
guagua, en la calle donde he llegado a chocar incluso con la
señales de tránsito, como si el mundo completo se pusiera en contra
mía. En ese estado no hay filme o libro que resulte de mi interés.
En ese estado prefiero el silencio. Y sí alguien me habla, espero.
Cuento hasta veinte. Y cuando llega el veinte, respiro profundo y
recuerdo a los petulantes conquistadores simbolizados para mí,
ahora, en Pizarro. No quiero reaccionar como otro vulgar y ordinario
salvaje. No porque viva en el Nuevo Mundo lo soy. Que no señor.
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