Nunca eran los
domingos demasiado aburridos cuando estaba Carlos Otero. Lo recuerdo desde la
infancia, cuando empezó a meterse al público en el bolsillo. Programas para
bailar, para reírse, para disfrutar eran los suyos, siempre de media hora, a
veces de más.
Casi siempre
aparecía acompañado de alguien (una chica, o dos, o una pareja-de chica y
chico, quiero decir), y él se levantaba con su carisma cubano, habanero,
siguiendo los pasos de grandes como Cepero Brito, Consuelo Vidal y German Pinelli. Era la estrella de los domingos y la estrella
de algunas noches abúlicas de los noventa donde verle junto a actores como
Doimeadiós o Ulises Toirac parecía un alivio inestimable, aunque nunca lo vi mejor
que cuando aquel espacio llamado Entrada Libre.
Entrada Libre
también se transmitió los domingos, un verano, poco antes del noticiero del
mediodía y recuerdo mis broncas con algunos soldados como yo porque, durante el
servicio militar, engorrionados como estábamos los domingos, cansados,
extraños, arrinconados, castigados, en fin… unos querían consuelo en los
dibujos animados mientras los menos, entre los que siempre me encuentro,
apostábamos por Otero y su programa, mezcla de música, humor y opiniones, como
parecían ser todos los programas en los que estaba involucrado. Fue en Entrada
Libre donde le vi mantener magníficas entrevistas, entre ellas una a Carlos
Varela, memorable.
Otero también
tuvo la noche de los sábados. Fue el fundador de 23 y M, espacio en el que duró
lo que un merengue en la puerta de un colegio. Aparecía detrás de un buró y
luego se iba a la calle y luego bailaba con José Luis Cortés y luego, cuando el
programa había acabado, me preguntaba si Otero era un invento de la televisión
cubana o de nosotros mismos para que pasáramos mejor el rato. No solo había
visto a Otero como animador. También le vi en algunas actuaciones nada
trascendentes, con excepción de una en el programa (a mí me gustaba mucho) Así
era entonces, un dramatizado de estampas cubanas de los ochenta.
La última vez que
Otero apareció en el verano lo hizo con poca fortuna. Creo haberle visto muy
influenciado por Alfredo Rodríguez, un carismático cantante con una desmedida
vocación por la cursilería, pese a haber mantenido un programa, también en
verano, que defendí a capa y espada con amigos universitarios por todas las
personas a las que descubrió, reactivó, revivió, ancianos, muertos vivos de la
cultura cubana que le estarán eternamente agradecidos. Fue un gran programa y
lo afirmo pese a esa manía de Alfredito de cantarse a sí mismo, y poner a
cantar a los demás para él mismo, con patética pasión.
Pero, Otero no
fue patético aquella última vez. Fue, digamos, chabacano. Tuve la impresión de
que su búsqueda de carisma se pasaba de la raya para convertirse en lo que mi
tía llamaría una rotunda pesadez. Así me pareció. Y, después no tuvo tiempo de
cambiar ese recuerdo porque se fue.
Pero los
domingos eran de Carlos Otero. Y también eran suyos los veranos. Nadie podría
negar eso, ni siquiera ahora en que no hablan de él porque vive en Miami y
tiene un programa de televisión, creo, porque nunca más lo he visto.
Era costumbre de
Carlos Otero irse antes de que el público se aburriera. Así, pedazo a pedazo
armaba su leyenda. Y ese era una virtud muy suya: irse antes de tiempo de todos
lados, dejar a la gente enganchada, ansiosa, recordándole. Yo lo recuerdo hoy, porque
así es la mente humana, por nada más.
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