foto: kaloian santos cabrera |
Cierto amigo llegó un
día a casa con su regalo. Era mi cumpleaños y el
amigo es fotógrafo, de modo que su regalo consistía en una
fotografía, en blanco y negro, tomada con una vieja cámara
analógica, artefacto que a él le había permitido ir concretando
ideas nacidas durante sus periplos por la isla, pues ese amigo
también es aficionado a desandar lugares para después, con la
experiencia, ir componiendo su mundo poético.
La
imagen con la que llegó aquella noche había sido tomada durante uno
de esos viajes que lo dejan casi siempre demacrado y con aspecto de
náufrago, pero con la imaginación y la sensibilidad rolliza como si
saliera de un banquete. Se trata de una embarcación varada en tierra
a la cual habían bautizado de manera tal que sugería un error de
género. La instantánea pertenecía, escribió detrás mi amigo, a
la serie “Barcos sin H2O” y la había captado en un lugar donde
la gente es humilde y a veces pareciera haber retrocedido en el
tiempo, o de la geografía haberse movido, la Punta de Maisí, apenas
unos días antes, en agosto.
La
embarcación, a la cual pudiera clasificar como un simple bote, del
cual sale un mástil inmenso, yacía sobre un terreno árido del que
la separa lo que parece ser un bastidor de madera. Por sus
alrededores se pasean cuatro puercos flacos cuyas sombras se deslizan
lentamente mientras en lo alto las nubes parecían revolverse como si
el efecto hubiese sido hecho a conciencia a través del Photoshop.
También hay una caseta de cemento y cinc, una goma de tractor
cortada a la mitad para que en ella beban los animales y una cerca
construida con palos cuyas puntas lucen afiladas y peligrosas.
Los
tonos son importantísimos en las fotografías y quizá fuera por eso
que esta adquirió un aire casi apoteósico para mí y para todos los
que la vimos aquel día en que el amigo la sacó del envoltorio en el
cual la habría de trasladar hasta mi casa. Si hubiera sido una
reproducción con todos los colores de la vida habría carecido de
ese efecto, porque entonces mi hermana y yo, y con notros el resto de
la familia, salíamos de una experiencia de vida que nos había
dejado en blanco y negro como la tonalidad de aquel regalo.
Lo
primero que vino a mi cabeza al verla entonces es lo primero que le
vendrá a la cabeza a usted: el nombre de la embarcación. Demuestra
que los marineros parecen obsesionados con la idea de volver
femeninos todos lo que les concierne, desde el mar hasta las
herramientas con las cuales consiguen el sustento. En ello parece
haber una especie de perenne melancolía de la cual no sé más de lo
que deja entrever mi imaginación, ajena a los ajetreos de los
marinos pese a vivir en una isla.
Lo
segundo, y lo más importante en este caso, es algo que usted no
sabe, pero que sí sabía mi amigo fotógrafo y periodista. Supongo
que por conocerlo había escogido la imagen para mí, justo cuando
dejaba atrás una edad que dicen adversa o mística, o qué se yo
como llaman a ese instante que para algunos pareciera encerrar un
transición de ciclos, como si a los veintisiete el individuo debiera
saltar a otra dimensión, acción imprescindible para mantenerse con vida.
Por semejante idea quienes nos encontrábamos en casa aquel día de
cumpleaños miramos a mi amigo y este después junto con los otros
que allí permanecían me buscaron a mí, el agasajado y quien de
verdad había experimentado no la milagro, como se lee en la
fotografía, sino el milagro, como lo indica correctamente el
castellano.
Y
no es que espiritualmente estuviera varado en tierra como la
embarcación, estado en el que nunca espero estar, aunque de alguna
manera lo estaba el año al que me refiero. Porque también era
tremendo que celebrara aquel cumpleaños después de vivir un tétrico
accidente automovilístico y luego de sobrepasar una etapa de mala
salud, sucesos consecutivos que me habían llevado a volverme sofista y preguntarme si habría de sobrepasar el año, que no era
otro que el 2004.
Diez
años atrás estuve a punto de sumarme al club de los 27, como Jimi
Hendrix y Jim Morrison, como Camilo Cienfuegos. Pero ni tocaba
guitarra, aunque guitarra tengo, ni había estado en guerrilla alguna
que no fuera la guerrilla de la existencia diría. Mis amigos estaban
al tanto. Por eso los que pudieron fueron hasta mi casa aquel día de
mi cumpleaños veintiocho en que recibí La Milagro, una vieja foto
en blanco y negro que noche y día mientras escribo me está
observando.
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