foto de ernesto fernández |
Nacido el 22 de abril de 1929, en
Gibara, Guillermo Cabrera Infante se convertiría un día después de haber
cumplido sesenta y ocho abriles en el tercer cubano Premio Cervantes de la
Lengua española. La distinción se entrega un día como hoy en honor al
nacimiento del escritor de quien toma el nombre.
Aunque Cabrera Infante no vivía en Cuba
para esas fechas, pues desde hacía décadas se había radicado en Londres, adonde
llegó huyendo de España, luego de haberse alejado de una carrera de La Habana.
O, para ser preciso: Nunca se apartó de La Habana por la ciudad en sí. Se alejó
del sistema que regía en ella. En La Habana, más bien, Guillermo había dejado
la cabeza.
La cabeza de Guillermo Cabrera Infante se
destornillaba como un bombillo, sacaba sus patas y se iba a dar vueltas por ahí.
Caminaba La Rampa, la calle 23, corría hasta la Habana Vieja. Y, cuando las patas de su
cabeza de pelo lacio se cansaban, de un salto caía encima de un Nash blanco
adquirido allá por los cincuenta y con el que tanta fama ganó. “Una cabeza al
timón”, gritaban.
Así pasaba con la cabeza mientras el
cuerpo desandaba ciudades, esas que no fueron la invención del hombre, sino
todo lo contrario. Incluso, cuando al cuerpo caribeño le fue dada la responsabilidad
de fungir como cuerpo-agregado cultural de la embajada cubana Bruselas, la
cabeza estuvo rezagada, lenta y aturdida con la noticia, porque pensaba lo que
sería una novela, o libro, como ella misma definió a Tres Tristes Tigres. La escritura alcanzaba niveles demenciales y en
sus páginas brotaba lo que era natural de la mano el juego verbal. El juego. Ya
lo había dicho la cabeza. La literatura era un vasto campo de juego.
Pero, tener una cabeza por un lado y el
cuerpo por el otro es un gran problema. Y si sumamos la evidencia advertida por
el poeta Pablo Armando Fernández, aquello de que Guillermo tenía una “mano
armada sin cabeza” habría que decir que el también reconocido como G. Cain era además
de cabeza y cuerpo, una mano armada siempre del mejor verbo, de verbos filosos
como puñales, como dagas de hielo que querían volver a La Habana y volvían como
petardos que estallaban a veces en las manos de algún lector y lo dejaban por
un momento ciego y hasta, quizá, tenía que cerrar el libro parareponerse.
Cuando le entregaron el Cervantes a
Cabrera Infante ninguno de los jurados comprendió que estaba ensalzando el trabajo
de un cuerpo desmembrado. Todo el mundo había leído la noticia con anteojos políticos
y solo vieron la elección como un gesto justiciero de la Academia de la Lengua
al escritor político que escribía fuera de cuba. Dijeron que con los dos cubanos
laureados antes había distinguido lo que se llamaba literatura oficial (Alejo
Carpentier) y literatura escrita desde un exilio interior (Dulce María Loynaz).
Finalmente le llegaba la hora al exilio duro. Y el exilio era Guillermo.
Pero Guillermo Cabrera Infante no estaba
totalmente exiliado. Nunca lo estuvo. Expatriado andaba su cuerpo, el pequeño
cuerpo indiano de cortas extremidades que se movía con soltura por Gloucester
Road. La cabeza vivía a sus anchas en cualquier parte de La Habana, burlando
aduanas y policías, evadiendo amigos y enemistades, pasando clandestino con un
tabaco en la boca por cines y bares, cada vez menos parecidos a los cines y bares
que dentro de ella misma sobrevivían hermosos, limpios y nuevos.
No hay que ser inglés
para ser inmortal. Él mismo lo escribió en un extraño libro que habla solamente
de ciudades. Por tanto, hoy evoco a un ser inmortal, un cubano que hizo de su vida una especie de retruécano.
No hay otra que entenderlo. Cabeza, cuerpo y mano. Eso era él. Cabrera infantil.
Guillermo.
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