Las tres de la tarde fue la hora
escogida para esparcir las cenizas de Alfredo Guevara en la escalinata de la
Universidad donde alguna vez fue presidente de la FEU, cuando dedicaba sus días
a la movilización de ideas entre los estudiantes como él. Entonces era capaz de
poner un petardo o agarrarse a los piñazos con cualquiera. “Aunque ahora me
veas así., yo también fui joven”, me dijo un día, en su casa, hace algunos años,
cuando sosteníamos el segundo encuentro para lo que sería una larga entrevista.
Había ido a verle por una entrevista,
gestionada gracias a Graziella Pogolloti y lo encontré primero en la sede del
Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. Hay una escalera de mármol larga y
Guevara la subía lentamente, sin ayuda, arremangándose los pantalones,
sosteniendo el saco sobre sus hombros, mirando a través de sus espejuelos
cuadros, sonriendo. Cuando la hubo vencido, lo vi pasar de largo como se ve
pasar el tiempo, porque pasaron ochenta y tantos años delante de mí, ochenta y
tantos años con sus cientos de días, con sus miles de momentos, buenos y malos
y alegres y tristes, fecundos e infértiles.
Guevara, además del saco, tenía sobre
sus hombros una historia mitológica. Había sido Medusa y Centauro, Hércules y
Prometeo. Había sido Pegaso que volaba por los cielos de la cultura cubana y, a
veces, volando, más que a Pegaso parecía un Ícaro, aunque nunca las alas
llegaron a caérsele por completo. Hallaba la forma de afincársela en sus
omóplatos para planear con más seguridad, y tino, y subía, y volvía a ser un
caballo de alas inmensas saliéndole de las costillas.
Antes de aquel encuentro sucedido en
2007 lo había visto en un programa de Amaury Pérez, en el primero que tuvo allá
por los años noventa, cuando todos éramos más jóvenes, incluso Guevara, que ya
para la fecha en que lo entrevisté tenía el aspecto de un anciano gracioso al
que le empezaban a pesar demasiado los años y estaba a punto de necesitar de la
ayuda de alguien para andar por ahí, en busca de estudiantes con los cuales
reunirse, de estudiantes inteligentes y despiertos que supieran entender las
señales que les trasmitía.
“Me leo El Capital otra vez”, dijo
sonriente: “pero en alemán. Estos también son tiempos de polémicas.” Estaba
sentado en una silla gastada por sentarse en ella tantas veces en la vida. El
despacho era frío y Guevara siempre sonreía. Su sonrisa era confusa, al menos
para mí. Nunca podría asegurarse que fuera una sonrisa amable o malévola. Así
era. “Todos tenemos un lado de demonio”, confesó muchas veces.
Guevara tuvo también enemigos. No solo
fuera de Cuba. Dentro. Compañeros de lucha, incluso que no le soportaban
demasiado su sinceridad. Era difícil entenderlo. Había caminado la vida con
pies de plomo, como si fuera un soldado, que no lo era. Se trataba de un
intelectual rigurosamente fiel a sus amigos, a la gente que había conocido en
la Universidad de La Habana, cuando aún no había revolución pero algunos ya la
pensaban. También tuvo muchos amigos, gente que comprendió que sin su labor
habría sido aún más difícil la gestión de los cineastas y de la industria que había
dirigido desde 1959. Lo demás, será leyenda.
Y la leyenda de este Guevara estará
hecha con lo que toda leyenda lo está. Tendrá
verdades y mentiras. Tendrá lo que deja la memoria. El sedimento. Así pasa
con todos, y con quien murió el 19 de abril a los 88, de un infarto, cuando
dicen que su cuerpo se había debilitado lo suficiente como para no sumar un mes
más. Ahora, lo que de sus huesos subsistan, quedará en una escalinata, la
escalinata que tantas veces debió subir, sin ayuda de nadie, mientras a sus espaldas,
incluso después del saco, seguía su curso La Habana.
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