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domingo, abril 21, 2013

Alfredo Guevara, perpetuo en la escalinata


Las tres de la tarde fue la hora escogida para esparcir las cenizas de Alfredo Guevara en la escalinata de la Universidad donde alguna vez fue presidente de la FEU, cuando dedicaba sus días a la movilización de ideas entre los estudiantes como él. Entonces era capaz de poner un petardo o agarrarse a los piñazos con cualquiera. “Aunque ahora me veas así., yo también fui joven”, me dijo un día, en su casa, hace algunos años, cuando sosteníamos el segundo encuentro para lo que sería una larga entrevista.

Había ido a verle por una entrevista, gestionada gracias a Graziella Pogolloti y lo encontré primero en la sede del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. Hay una escalera de mármol larga y Guevara la subía lentamente, sin ayuda, arremangándose los pantalones, sosteniendo el saco sobre sus hombros, mirando a través de sus espejuelos cuadros, sonriendo. Cuando la hubo vencido, lo vi pasar de largo como se ve pasar el tiempo, porque pasaron ochenta y tantos años delante de mí, ochenta y tantos años con sus cientos de días, con sus miles de momentos, buenos y malos y alegres y tristes, fecundos e infértiles.

Guevara, además del saco, tenía sobre sus hombros una historia mitológica. Había sido Medusa y Centauro, Hércules y Prometeo. Había sido Pegaso que volaba por los cielos de la cultura cubana y, a veces, volando, más que a Pegaso parecía un Ícaro, aunque nunca las alas llegaron a caérsele por completo. Hallaba la forma de afincársela en sus omóplatos para planear con más seguridad, y tino, y subía, y volvía a ser un caballo de alas inmensas saliéndole de las costillas.

Antes de aquel encuentro sucedido en 2007 lo había visto en un programa de Amaury Pérez, en el primero que tuvo allá por los años noventa, cuando todos éramos más jóvenes, incluso Guevara, que ya para la fecha en que lo entrevisté tenía el aspecto de un anciano gracioso al que le empezaban a pesar demasiado los años y estaba a punto de necesitar de la ayuda de alguien para andar por ahí, en busca de estudiantes con los cuales reunirse, de estudiantes inteligentes y despiertos que supieran entender las señales que les trasmitía.

“Me leo El Capital otra vez”, dijo sonriente: “pero en alemán. Estos también son tiempos de polémicas.” Estaba sentado en una silla gastada por sentarse en ella tantas veces en la vida. El despacho era frío y Guevara siempre sonreía. Su sonrisa era confusa, al menos para mí. Nunca podría asegurarse que fuera una sonrisa amable o malévola. Así era. “Todos tenemos un lado de demonio”, confesó muchas veces.

Guevara tuvo también enemigos. No solo fuera de Cuba. Dentro. Compañeros de lucha, incluso que no le soportaban demasiado su sinceridad. Era difícil entenderlo. Había caminado la vida con pies de plomo, como si fuera un soldado, que no lo era. Se trataba de un intelectual rigurosamente fiel a sus amigos, a la gente que había conocido en la Universidad de La Habana, cuando aún no había revolución pero algunos ya la pensaban. También tuvo muchos amigos, gente que comprendió que sin su labor habría sido aún más difícil la gestión de los cineastas y de la industria que había dirigido desde 1959. Lo demás, será leyenda.

Y la leyenda de este Guevara estará hecha con lo que toda leyenda lo está. Tendrá  verdades y mentiras. Tendrá lo que deja la memoria. El sedimento. Así pasa con todos, y con quien murió el 19 de abril a los 88, de un infarto, cuando dicen que su cuerpo se había debilitado lo suficiente como para no sumar un mes más. Ahora, lo que de sus huesos subsistan, quedará en una escalinata, la escalinata que tantas veces debió subir, sin ayuda de nadie, mientras a sus espaldas, incluso después del saco, seguía su curso La Habana.

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