Ernesto Fernández, el último Premio Nacional de Artes Plásticas, nos visitó hace pocos días invitado por el Centro de Artes. Es un hombre sencillo y jovial. Memorioso. Paseándonos por estas calles me hablaba de sus años en la revista Carteles y el periódico Revolución. También, maravillado, advertía el movimiento cultural que encontraba a su paso. Le parecía fenomenal la gente trasnochando junto al parque, los cafés atestados, los escritores y músicos que le eran presentados, las invenciones de un estudio de animación situado a kilómetros de la sede del ICAIC.
Pero Ernesto tiene incorporada a su
más reciente exposición, pensada para exponer en Málaga (supimos de ella gracias
a la visita), la fotografía a la cual hago referencia ahora. Fue tomada en 1960
y explora el tema de las navidades. Puede verse un árbol de navidad, construido
con lumínicos en medio de alguna avenida, y rematado por una estrella. Contrasta
ella con los edificios y el resto de la ciudad vista en perspectiva. La imagen me
trajo de vuelta los recuerdos navideños, los míos, los de la familia reunida y la
grasa del cerdo cayendo sobre las brazas del carbón.
Pensé además en aquellos arbolitos
asustados en las esquinas de algunas casas, las de quienes se resistían a
olvidar la tradición. Yo había descubierto la nieve de diciembre en las
historietas del pato Lucas, Piolín y Silvestre, en los cuentos de la revista
Misha. Sin embargo, también solía encontrármela cada diciembre en los arbolitos
de navidad, escenificada por trozos de un algodón sacados de cualquier lugar.
Para los niños, entonces, la navidad era eso: la tripa de un viejo almohadón, la
guata vetusta que alguna persona hacía lucir como nieve a los pies del abeto
inventado.
Yo nunca he tocado la nieve, y
pudiera decir, por extensión, que no sabía de niño qué significado tenía
aquella palabra. Ambas lejanas: nieve y navidad. Había sido un vocablo olvidado
durante la década de los setenta, cuando algunos creían que lo mejor dentro de
una Revolución era olvidar el pasado. Mucha gente lo creyó. Creyó que había que
resetear el tiempo, que los recuerdos y las costumbres debían transformarse en una
hoja de papel para estrujarla mejor antes de hacerla volar por los aires camino
al cesto. Pero, se trataba de algo mucho más complicado: la tradición era un
bumerán listo para partirnos la cabeza.
En los sesenta, época en la cual
el fotógrafo Ernesto Fernández era todavía un joven, una institución como el
Consejo Nacional de Cultura (antecedente del Ministerio de igual sector), lanzó
una campaña original: Las navidades cubanas. Eran una especie de respuesta a
las inclemencias que se vivían en el plano internacional, sobre todo a raíz de
la ruptura diplomática entre Cuba y los Estados Unidos. La campaña no negaba el
legado religioso de la navidad, pero insistía en su esencia cultural y hasta
impulsaba proyectos como la grabación de un disco con villancicos.
Hace un par de semanas, la Orquesta Sinfónica
de Holguín realizó un concierto de villancicos en el Eddy Suñol. El concierto y
la foto de Ernesto Fernández, casi a la vez, me pusieron a pensar en el tema de
esta celebración que se remonta al auge del cristianismo, dado que el 25 de
diciembre (navidad, del latín nacimiento) debió nacer Jesús, el rey de los Judíos.
Quería hablar del desarrollo
cultural de Holguín, de las imperfecciones que existen para hacer mejor
nuestras instituciones, del buen año para la literatura de la región, que
inició el Premio Casa de las Américas para Emerio Medina y terminó con el
Guillén de Luis Yuseff, mas he terminado escribiendo sobre la navidad. Porque…
mire usted con que fuerza llega por estos tiempos. Hay arbolitos, con nieve,
estrellas, luces y lazos. Hasta un Santa Claus, sentado sobre el trineo que
tira una recua de renos, se puede encontrar. Y no es 1960, sino 2012.
Dijeron los mayas que comienza un
nuevo ciclo de vida. Lo creo. No será el fin del mundo. Y, mientras llega la
noche que abrirá la puerta del nuevo año, solo observo una fotografía de
Ernesto Fernández. Una foto de navidad.
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