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sábado, septiembre 19, 2015

Aldo López Gavilán y cuatro músicos, de La Habana a Buenos Aires por una hora






Dondequiera que suene un instrumento musical, si cubano el músico, se sabrá. No importa el lugar donde ocurra el suceso, lo meritorio será la persistencia con la que, supongamos, sople la boquilla; porque a la vez que descarga los pulmones e intenta impresionar al público, convertido en música saldrá un viento que no es viento sino recuerdo. De alguna forma, al proceder de su cabeza, donde reunidos en extraño conjunto de células misteriosas bulle una vida de felicidad y carencias, de disciplina y control, de jolgorio y fiesta, es eso lo que se escucha.

Con el jazz pueden darse esa clase de fenómenos. La decodificación. Alguien piensa en su existencia y al pulsar dos teclas sobre el piano brota en tono musical la vida que se encadena en imágenes entre melodías. De la conjugación surge un sentimiento con el que el público se emociona y, sin haber vivido lo mismo que el intérprete, aplaude hasta desfallecer.

Anoche, aplaudieron en Buenos Aires, y mucho, y gritaron: ¡Bravo! decenas de veces, y se pusieron de pie ante la maestría del quinteto de jóvenes llegados en vuelo directo desde La Habana cuya presentación sucedió después de haberlo hecho el músico argentino Juan "Pollo" Raffo. Un señor de ochenta años se llevaba los brazos a la altura de la nariz y los estiraba antes de dar fuertes palmadas, impresionado.

Diez horas en avión merecen por lo menos una hora musical, y tal fue lo que sucedió con Aldo López Gavilán (La Habana, 1979) y sus músicos; “amigos”, dice él; “familia como lo son ustedes”, recalca, de modo que para él se trataba de “un concierto familiar”, casi una descarga íntima aunque la sala estuviera bastante llena. Y otra vez el público aplaudía y una señora, sentada junto a otra señora detrás, exclama: “Qué simpático”.

Es verdaderamente simpático Aldo López Gavilán, un músico cuya carrera ha sido salpicada por importantes premios y colaboraciones. Representa un tipo de cubano nato, medio chino, medio negro o lo que es lo mismo, mulato; entre tímido y extrovertido, un muchacho de esos que cuando las cosas van saliendo como lo pensaba, entre sensual y festivo, suelta la frase criolla de: ¡Qué rico!

Ha dedicado la presentación bonaerense a sus hijas jimaguas, de siete años. “Si ustedes me lo permiten”, advierte. Estaban de aniversario el día de su debut en la Argentina, 18 de septiembre. A ellas dedica uno de las piezas escogidas para el repertorio: Danza del dragón violeta, tercer tema de su más reciente disco De todos los colores y también verde. Del mismo disco escuchamos: Caipiriñame, Greensky y The forgothen tune.

Las novedades fueron dos. Pare el cierre, un clásico de su repertorio: Maracuyá. Y, como regalo, un estreno en el formato con el que se presentara, una variación sobre un canto yoruba que, tal cual había advertido, queda convertido en un recorrido rítmico por la música cubana.  

Seis temas interpretó Aldo López Gavilán (el último fue un extra a solicitud de los presentes) y bastaron para sentir en la sala más grande el Centro Cultural Kirchner el oleaje del mar detrás del malecón habanero, el murmullo del río Almendrares, y la conga de los negros en los barrios habaneros cuando celebran sus fiestas religiosas; y el vaivén de las muchachas por La Rampa, y todo eso en unos pocos minutos gracias al talento de quienes heredaron la maestría de los grandes músicos cubanos anteriores a los padres y tíos de Aldo López gavilán, que constituyen todo un clan benévolo de grandes monjes de la música.

De formación clásica, Aldo, en el piano, se hizo acompañar por un conjunto –sin que el término implique una conceptualización– de jóvenes estrellas, y no es una manera de decirlo, y no es ensalzar para incrementar líneas al artículo. Al primer acorde pudo advertirse la calidad de estos muchachos: Alejandro Calzadilla (clarinete), Julio César González (bajo), Roberto Gómez (guitarra) y Rui Adrián López-Nussa, con quien en cada interpretación establecía el pianista una complicidad que juntaba sonidos, ritmos, gestos, guiños imperceptibles que les remontaban a su vida, esa que, sin conocerla, el público supo advertir en tan solo un pedazo de noche.

fotos: rené hernández cabrales

sábado, septiembre 05, 2015

38



Recuerdan los viejos de la familia que treinta y ocho significa dinero en la charada. En cuanto hablamos, por mi cumpleaños, todos se fueron a apuntar con el bolitero de la cuadra. En cada cuadra hay también un bolitero en Cuba, el personaje que con familiaridad y discreción pregunta si quieres jugar alguno.

Casi siempre alguien quiere jugar un número – y arriesga su poca fortuna por hacerlo-, porque todo el mundo sueña y tiene visiones en Cuba – como ha de tenerlas en cualquier parte dentro y fuera del universo, no sea que alguien llegue a creer que los sueños son patrimonios de los terrícolas- pero esos sueños y visiones muchos lo quieren canalizar a través de  la charada.

De modo que si en realidad fue certera la intuición de los veteranos de mi diezmada tribu, alguno habrá podido materializar su suerte y habrá comprado al menos tres libras de carne de cerdo al día siguiente con las cuales cocinaría un buen fricasé que devoraría a mi nombre mientras yo empezaba a desandar los treinta y ocho y poco adinerados años de mi existencia.

Treinta años atrás pensaba que a estas alturas sería por lo menos millonario y que podría salir del garaje de mi vivienda, que sería un rampa de caras al cielo, en una deslumbrante nave espacial gracias a la cual me tomaría dos minutos llegar al trabajo, que sería tal vez en una prometedora empresa relacionada con satélites y esas cosas.

Entonces leía la revista Misha, y los ilustradores soviéticos eran muy fantasiosos. También me leía los Comic supervivientes en las gavetas de mi casa. Y las historietas cubanas que hablaban de seres de otras galaxias y de mambises empecinados. De niño uno soñaba con el futuro, pero nunca pensaba tener treinta y ocho años en la vida. Pensaba cosas más trascendentales y no se dejaba llevar por el rostro de los adultos, que pasado los veinticinco parecían vejestorios.

Yo, incluso, pensé quedarme en los veintisiete; no como los grandes mitos del rock sino porque a esa edad tuve un accidente.  Pero, después de los veintisiete vinieron los treinta y uno por uno han ido pasando los años hasta tomarme de sorpresa los treinta y ocho.

Desde la altura de la edad veo que hay niños que siguen soñando, y otros que no sueñan porque no tienen tiempo para hacerlo y se ven sumidos en la precariedad.

Y aquí estoy medio infantil todavía; sin empresas de satélites en las que me haya insertado y sin haber visto jamás rampas en el garaje de las casas; pero a las puertas de la paternidad, sirviendo de inspiración a los más viejos de la tribu y pensando. Eso, creo, es lo fundamental.  

ilustración de Vitali Goriáev. tomada de:http://actualidad.rt.com/cultura/view/19823-Las-historias-americanas-y-antiimperialistas-de-un-ilustrador-sovi%C3%A9tico