En
el año 91 Elpidio Valdés estaba ingresado en el hospital Frank País
por asuntos semejantes a los que hicieron permanecer poco más
de seis meses ininterrumpidos en una de sus salas a alguien próximo
a mí. Si la enfermedad del coronel Valdés hubiera ocurrido diez
años después, cuando estudiaba Periodismo, mucho se hubiera
alegrado Antonio, aquel compañero madrileño que tuvimos hasta
tercer año de la carrera, si mal no recuerdo.
Antonio
odiaba a muerte a Elpidio Valdés, rabiaba, lo maldecía y las
palabras no le parecían suficientes para hacernos saber todo su enojo, contra él
y sus secuaces, pues hasta el más raso de los soldados mambises
caían en eso que se llama choteo al enemigo, compuesto nada menos
que por coterráneos suyos. Y recuerdo que los diálogos por los
cuales tanto parecía molestarse, a nosotros, desde niños, nos sacaban violentas
carcajadas.
Podíamos
memorizar cada frase dicha por los mambises y hasta por los españoles
como no hacíamos con las tablas de multiplicar. De manera que el
sufrimiento de nuestro compañero de estudios había sido nuestra
satisfacción máxima en la primaria, la secundaria, y hasta el
preuniversitario, por eso de que somos algo infantiles, condición que arrastramos los cubanos hasta el hogar de ancianos.
Y
si alguna vez le deseamos mal al mambí carismático fue cuando este hizo a un lado aquellas burlas desde nuestra
visión ultranacionalista,
en los noventa, para adquirir una especie de existencia conciliatoria
con el enemigo. Los chistes fueron menos divertidos, las burlas
fueron menos burlas debido a que el enemigo de antaño, aquellos
compatriotas de Antonio, se habían convertido también en socios
comerciales que podían echarnos una mano tras el descalabro de la
Unión Soviética. Dicen que Juan Padrón debió aflojar la mano, y
Valdés concentrarse “en el yanqui, compay” .
En
verdad era Juan Padrón quien había ido a parar al Frank País,
hospital donde hacía de las suyas el doctor Álvarez Cambra. Y fue
Padrón quien, el día luminoso en que a mi padrastro le concedieron
su alta médica, hizo un rápido dibujo que poseo como un tesoro.
Viendo que se trataba de un hombre tan alto que nadie podía mirarlo
a los ojos sin levantar la cabeza, garabateó la idea que ahora muestro en esta página.
Es
extraordinario poseer un trabajo hecho por un maestro del dibujo
animado y la historieta cubana. Eso sin contar que pocos pueden darse
el lujo de compartir sala junto al célebre mambí. Aunque fuera en un
hospital. Yo no estuve allí, la verdad, pero sí lo estuvieron mis
familiares. Y fue suficiente para recordar la anécdota.
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