Un día, un día
cualquiera. Una mañana, una mañana cualquiera. Un minuto cualquiera de
esta vida que pudiera ser la vida de cualquiera la observó diferente. La
descubrió distinta. Lily estaba sentada en su lugar de todos los días, y
decía las cosas de todos los días. Pero le dio por reírse. Le dio por
reírse porque alguien, no importa ahora quién, hizo un chiste. Tampoco
importa saber de qué trataba el chiste. Lo que importa es que Lily
sonrió. Y después rió. Y entonces sus ojos no fueron los ojos de
siempre, sino que se trasformaron en dos diminutos insectos de alegría
que lucieron contagiosos y él mismo acabó riendo al ritmo de la risa de
ella y cuando tomó conciencia de que se encontraban frente a frente,
mirándose a los ojos, se sonrojó.
Pensó que iba a olvidar aquel incidente. Había trascurrido
mucho tiempo. Ocho horas. Ya estaba en la casa, con la cabeza recostada
en la almohada, reposando el trajín del día y listo para dormir cuando
notó que se reía solo. Nadie lo vio, para suerte suya. Y si después se
decidió a contarlo fue porque pronto presintió que la mejor manera de
perder la vergüenza es compartiendo el asunto vergonzante. Y lo que a él
le había sucedido era muy cómico. Se reí solo al recordar a Lily. Solo
encima de su cama se estaba riendo al pensar en sus ojitos de insecto de
alegría. Le causaba gracia lo sucedido, sin embargo no le había
sucedido nada con ella. No sucedió nada digno de contar: cada cual había
seguido su camino, cada cual había seguido en lo suyo. Él sentado en su
asiento y Lily sentada en el suyo, sin saber.
Entonces tuvo la idea de escribirle una carta, y carta para él
no era otra cosa que arrancarle una hoja a la libreta y transcribir en
ella lo que empezaba a sentir, aquello que comenzaba a intranquilizarlo,
lo que durante la noche anterior le había impedido dormirse como dormía
habitualmente. Lo noche no había sido aquella embarcación apacible que
lo trasladaba hasta la costa del día, sino que se había transformado en
un camino abrupto, difícil de transitar. Sólo cuando sintió los gallos,
sólo cuando vio las primeras luces de la mañana estuvo tranquilo,
quieto, feliz. Era la señal de que finalmente volvería a encontrase con
Lily. Pero, algo impensado estaba por cambiarle los planes: amaneció
sábado. Y los sábados nunca se encontraba con ella.
¡Cuánta decepción! No hubo nada qué hacer ese fin de semana.
No hubo ninguna acción que pudiera cambiarle el sentimiento de languidez
que parecía abrumarle su corazón. O debía decir: corazoncito. Porque a
fin de cuentas era esa la manera en referían el órgano que animaba su
cuerpo. No era aún un corazón sino un corazoncito, una víscera del
tamaño de su puño. Y su puño, aún cuando se apretara para golpear a un
enemigo, era diminuto como una fruta, incapaz de albergar sentimientos
tan inmensos como el amor. No era posible. Pero, ¿cómo llamar aquello?
¿Qué lo volvía tonto de buenas a primeras? ¿Qué le impedía concentrarse?
No tenía respuestas. Y a nadie le preguntó.
Después
de pensarlo durante el fin de semana, después de planificar paso a paso
lo que haría al llegar a la escuela el siguiente lunes, se animó a
escribir su carta. Volcaría en ella sus sentimientos. Los dibujaría de
la manera más original que podía ocurrírsele en ese instante. Garabateó
dos corazones atravesados por una flecha. Escribió sus nombres. Y dejó
el mensaje, el primero, el más intenso, el que apenas encontraba
palabras para expresar: Esto es amor, puso con su primera caligrafía.
liudmila dijo...
ResponderEliminarLeo, hermoso texto, de los más sensibles que he leído por estos días. Cómo atrapas los sentimientos. ¿Serías tú ese niño?
Gracias por regalarnos historias así.