La madre de mi
abuela, una señora gorda y de pelo blanco como el refrigerador ruso que tuvo
primero que todos en la familia, era una mujer sensible. Aunque aparentara un
carácter recio, teñido de cierto sarcasmo y buena imaginación, resultó ante mis
ojos infantiles una persona sentimental.
Todo comenzó un día
en que entré a su cuarto y descubrí la fotografía en un cuadro protegido por un nailon. La niña del retrato llevaba en los brazos un trozo de
madera que funcionaba como un juguete. Tenía grandes ojos y el rostro descubría
su perplejidad por quien le tomaba la instantánea.
Como la niña de la
foto tendría la edad que yo mismo arrastraba por aquellos días, me sentí
impresionado. Dada la cercanía con un altar lleno de imágenes, losas grabadas con motivos religiosos y copas
pensé que tendría algo que ver con el mundo sobrenatural con el que la señora
mantenía relación. Esa idea me mantuvo por un tiempo impresionado. La niña
era lo primero que uno encontraba al llegar a la habitación. Lo miraba a uno con inmensos y penetrantes ojos.
Después la encontré
graciosa, sencilla, hermosa. Posiblemente experimentara el cosquilleo del amor
infantil y la ternura de la imagen me hiciera escrutar sus detalles con
la boca abierta.
Por último creí que
la niña era mi propia bisabuela. Debido a que ella había nacido en el campo
del cual había salido antes de la Revolución supuse que se trataba de una
imagen personal, sin reparar si acaso por los potreros donde vivía había un fotógrafo
capaz de captar una escena semejante y no composiciones armadas como era natural.
En fin, que por un
tiempo la foto y la niña que sostenía el trozo de madera fueron mi obsesión y
motivo de toda clase de ideas e ilusiones.
Después pasaron los
años y la madre de mi abuela murió y la familia acabó separándose como los
hielos con el calentamiento global e ignoro qué pasó con el retrato. Lo que sí
recuerdo es mi sorpresa el día que volví a encontrarme con la imagen de adulto.
Buscaba
en unos periódicos cuando, de pronto, de entre una página, surgió inmensa la niña.
Yo era un adulto, un hombre “hecho y derecho”, como se dice, mientras ella, por
el hechizo de la fotografía, seguía siendo la misma que recordaba.
Había quedado ajena
al tiempo y a los hechos gracias a los cuales se marca el paso de los días. La culpa era de Korda, el verdadero autor de este retrato. Y ese día, el día en
que descubrí el retrato me sentí conmovido: no
éramos familia la niña y yo, sin embargo habíamos crecido juntos; no era un ángel, sin
embargo alguna vez me había impresionado como debieran impresionar los alados.
Y recordé a la
madre de mi abuela, la volví a ver sentada a la cama, en las noches, con los
ojos fijos en el retrato que no era más que un pedazo de periódico. Y recordé aquellos
días, y la penumbra, y el asombro y el
aguacero que selló el suelo el día de su muerte apresurada por el cáncer. Todo eso fue lo que vi en la
fotografía el día en que cientos de años después vi cómo la niña de Korda no había
crecido ni siquiera una pulgada.
La madre de mi abuela,
una señora gorda y de pelo blanco, como el refrigerador ruso que tuvo
primero que todos en la familia, era una mujer sensible. Aunque
aparentara un carácter recio, teñido de cierto humor y buena
imaginación, resultó ante mis ojos de niño una mujer sentimental que
sólo parecía endurecida por el tiempo vivido en un campo llamado
Tacámara, algo lejos del centro actual de Holguín.
Supe de su espíritu sensible un día en que por casualidad entré a su
cuarto y descubrí la fotografía en un cuadrito de madera, protegido por
un nailon, según recuerdo. La niña del retrato llevaba en los brazos un
trozo de madera que funcionaba como un juguete. Tenía grandes ojos y el
rostro, inocente, descubría su posible desconfianza ante quien le tomaba
la instantánea.
Como la niña de la foto tendría la edad que yo mismo arrastraba por
aquellos días, me sentí atraído por su imagen. La encontré graciosa,
sencilla, linda como son las niñas para todos los niños. Posiblemente
hasta experimentara el cosquilleo del amor infantil y jurara en algún
momento que ella, la niña de una foto que solo los que entraban al
cuarto podían ver, era mi novia. La foto de la niña que sostenía el
trozo de madera fue una obsesión.
Después crecí un poco, lo suficiente para estar casi seguro de que la
niña de la fotografía no era más que mi propia bisabuela, es decir: la
madre de mi abuela que guardaba su propia imagen a la orilla de su cama,
en medio de dos o tres santos y la imagen de unos angelitos metidos en
un plato para coronar su altar. Pensaba yo que las cosas eran así de
fáciles y que, para alguien que había vivido en un campo los inicios de
siglo XX, hacerse una fotografía era tan sencillo como lo era para mi en
los ochenta.
Yo tendría entre siete y ocho años y pasaba inconciente los días en que
la Unión Soviética lucía como nuestro mejor amigo, aunque fuera un lugar
lejano, una especie de sueño que permitía logros tales como los de mi
vecino Guanchi quien, después de irse a estudiar no sé qué a la Alemania
socialista, volvió con una motocicleta Suzuki que aquí carecía de
carreteras para rodar. Guanchi se conviertió en nuestro héroe (más
querido que Flipper, más que el Pequeño vagabundo) y lo mirábamos como
se podría mirar a un extraterrestre si aterrizara en el patio de tu
casa.
La madre de mi abuela, por esos días tenía un hijo en los Estados Unidos
y la familia hablaba de él con cierto misterio por una razón sencilla
que yo vine a descifrar cuando ella se había vuelto una anciana
agonizante de cáncer, y la veíamos siempre tendida sobre una cama de
muelles. Murió pocas horas después de que el hijo llegara desde New
York, la ciudad donde ella misma había permanecido junto a su marido, el
padre de mi abuela, mi bisabuelo, y volvieran con paquetes de mani
garapiñado y peluches para los muchachos.
Después de muerta la madre de mi abuela ignoro qué pasó con el retrato.
Lo que sí sé es la gran la intensidad de mi sorpresa el día que volví a
encontrarme con aquella imagen que creía familiar. Buscaba en unos
periódicos antiguos y, de pronto, de entre sus páginas, surgió la niña
con toda la brusquedad que podía haber adquirido para mi adultez. Yo era
un adulto, un hombre “hecho y derecho”, como se dice, mientras ella
seguía siendo una niña, había permanecido ajena al tiempo gracias al
lente de Korda, el verdadero autor de este retrato.
Ese día, el día en que descubrí quién era realmente la niña del retrato
me sentí feliz: no éramos familia, sin embargo crecimos juntos. Ella se
habían tornado una persona real en mi vida y yo, quizás, me había
quedado atorado en el día aquel cuando la conocí, diminuto, desconfiado
como ella misma.
Y recordé a la madre de mi abuela, la volví a ver sentada a la cama, en
las noches, con los ojos fijos en el retrato que no era más que un
pedazo de periódico. Y vi en sus ojos el dolor de un pasado cruel, y vi
la muerte, y vi los hijos que no le crecieron, y vi el fango del camino,
y vi las huellas del caballo en la tierra, y vi la frustración. Todo
eso fue lo que vi en la fotografía. Nada más que eso. Nada más.
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