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domingo, marzo 13, 2016

Fausto Canel sin pedir permiso


A Fausto Canel (La Habana, 1939) llegué por sus textos sobre cine; reseñas y entrevista donde examinaba las producciones iniciales del ICAIC. Las iba dejando en periódicos y revistas de los sesenta que revisé yo a principios de este siglo desmesurado. Después nos presentamos por correo electrónico. Buscaba evocaciones sobre los tiempos de Lunes de Revolución, de los sesenta cubanos una joya, magazín al cual fue cercano y por cuya relación se ganó críticas duras, en especial algunas de Alfredo Guevara, presidente del Instituto de Cine, dirigente y cercano suyo por algún tiempo porque también es documentalista y director de cintas dignas como Desarraigo, Premio especial del jurado en el Festival de San Sebastián en 1965, o Papeles son papeles, donde, dicho con sus palabras: intentaba “recuperar la ciudad, rehacerla en un estudio de cine para habitarla de nuevo aunque no fuera más que por unas semanas entre paredes de cartón piedra”.
El pasado año debió haber sido para una especie de renacimiento también para él. Mostró al público de Miami su carta de presentación en la ficción: El final, segundo de tres cuentos que completan el largometraje Un poco más de azul, concebido en 1964 junto a los también documentalistas Fernando Villaverde y Manuel Octavio Gómez, los tres con inquietudes viscerales como las de casi todos los jóvenes de entonces. Tan profunda era la inquietud, tan desaforadamente traumada por su circunstancia la realidad del personaje en su historia recuperada que esta obra  podría resultar “problemática”. Fue así como terminó nutriendo el baúl de los trabajos censurados en el ICAIC y no sería hasta el pasado año, gracias a la colaboración de Luciano Castillo, director de la Cinemateca de Cuba, que al fin El Final fue devuelto a su autor y este decidió restaurarlo antes de su estreno.   
Recuerdo que en los momentos de presentaciones Fausto Canel me pareció un tipo seco por su manera de no decir demasiado en el cuestionario que le hice llegar. En lugar de largas y agradables contestaciones me remitía a textos inéditos que, eso sí, cortaba y pegaba sobre la cuartilla para que tuviera al menos la idea. Por suerte aquella impresión acabó por derrumbarse con el tiempo, en la medida en que seguimos cruzando pequeñas glosas por el chat de ese invento tan parecido a los CDR llamado Facebook. Canel no se ha escondido detrás de falsos rostros, objetos fetiches, seudónimos o abreviaturas. Cualquiera puede localizarlo por su nombre de pila y al dar con él verá una foto donde luce risueño junto a sus hijas, los tres en lo que parece un barco-bote-lancha-yate. Luego hallamos un par de datos que permiten conformar una semblanza trasparente de la persona: nació en La Habana, estudió en el Colegio La Salle, ha trabajado para Radio Martí, vive en Miami.
Su muro está muy lejos de asemejarse al de los lamentos como ocurre con tantos emigrados o exiliados. Sigue aferrado al humor, a la cita culta y a su mayor pasión, el cine, para dejar asomo de su verdad y de su personalidad también en las redes que tantas veces lo son de confusiones e inventos. Incluso de husmear sin su permiso emergen  preciadas evidencias visuales, como esa fotografía de Mario García Joya en la que José Álvarez Baragaño, Guillermo Cabrera Infante y Oscar Hurtado ocupan el primer plano mientras, como en otro asunto, Fausto Canel permanece a orillas de una mesa detrás. Alguien comenta con sorna: “Fausto es el único que está trabajando en esa foto”.
Un día tuvo Fausto Canel la gentileza de enviarme ejemplar de Ni tiempo para pedir auxilio, novela publicada en 1992. Lamento no tenerla cerca, habría buscado citas para ilustrar la vida de quien decidió radicarse en Paris en 1968 luego de haber sufrido no solo la censura, sino la persecución y el encierro breve debido a un equívoco risible que al menos le serviría como eje ficcional. Porque de joven, sacudido por los estremecimientos de la pasión, acabó enamorado de una estudiante norteamericana de vista en Cuba. Ella integraba la primera delegación de estudiantes luego de la ruptura entre ambos gobiernos. Él era un fresco intelectual, un crítico de cine marcado por la censura de PM.
En lugar de la novela tengo a mano el último libro que editó, otro interesante testimonio al que puso: Sin pedir permiso. En ambos textos, especialmente en sus títulos, el verbo “pedir” se repite de manera terca. Y aunque existe una explicación para esto, pienso también se deba a que su autor, como tantos, estuvo demasiado obligado a solicitudes y aprobaciones foráneas para realizar cualquier asunto personal, su libertad había sido aplastada, práctica común en lugares donde la historia se hincha y quienes la empujan no dudan en abatir a los individuos en pos del globo temporal.
Como bien sentencia Faulkner en la cita que abre el texto de casi 200 páginas, con prólogo del crítico camagüeyano Juan Antonio García Borrero: “el pasado nunca está muerto. De hecho, ni siquiera ha pasado.” Tal vez por eso leo a Fausto Canel y tengo la impresión de compartir sus avatares, de sumergirme en un mundo donde el hilo conductor son las pérdidas y el cine, esa pasión que le ha marcado y que domina cada pasaje en un documento también lleno de confesiones y recuerdos. Me entero aquí que de niño dejó de creer en sus padres el día en que lo separaron de su perro Onyx, “el hermanito que siempre había querido”, que tiene dos hijas, Alejandra y Victoria, un regalo de su segunda esposa antes de que llegara a cincuenta, y que considera la paternidad como lo más grande que le ha pasado. ¿Era así, Fausto?
A veces el escritor plasma las zonas más íntimas como si no lo quisiera, huyendo de la primera persona y convirtiendo su situación en la vivida por un ente de ficción. Siempre alterna capítulos. Historia personal, íntima; Historia personal, colectiva. Anécdota. Un día se encontró al Che Guevara y ni corto ni perezoso se le acercó para fotografiarlo con la cámara del periódico Revolución, donde trabajaba. Al verlo el comandante echó mano a una diminuta Minolta y le pagó con la misma moneda. O peor, porque también le hizo saber una frase entre irónica y enigmática: “Ahora soy yo el que tiene una foto tuya”.
En Sin pedir permiso el autor recuerda momentos trascendentales para él y para la historia del cine en la Isla, como cuando acompañó a Guillermo Cabrera Infante, Tomás Gutiérrez Alea y Alfredo Guevara, entonces amigos y unidos por el ICAIC, al barrio de La Corea para ver y evaluar el filme Al Capone. Inesperadamente se encontraron en la sala con el director y el guionista del filme, Richard Wilson y Malvin Wald, quienes buscaban autorización para una autobiografía de Fidel Castro que habría protagonizado, de no haberse malogrado el proyecto, el mismísimo Marlon Brando.
También vuelve sobre la censura de PM, el corto de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante que estremeció y dividió a la intelectualidad gracias a la toma de posición del magazín Lunes de Revolución en un hecho que dio lugar a la reunión de Fidel Castro con los intelectuales en la Biblioteca Nacional y donde Fausto Canel, aunque muy joven, estuvo entre los protagonistas, criticados, amonestados. Encontramos evocaciones de amigos o conocidos, de manera que asoman Néstor Almendros, German Puig, Ricardo Vigón, Carlos Franqui, Raúl Martínez, Jorge Semprún, Cabrera Infante y muchos otros casi todos muertos.
Tanto se encuentra en el libro, tantos recuerdos reconstruidos con frases escuetas que a veces intentan juegos y rejuegos lingüísticos, que uno se queda con deseos de saber un poco más de su vida. Me ocurrió también con aquella novela, devorada de un tirón, con ansiedad y desvelo, lo cual fue suficiente para asegurarme algo que es certeza en quienes le conocen, pero que era desconocido por mí: Fausto Canel tiene buenos pulmones para la narrativa de ficción, aun cuando esto que diga ahora no sea ficción, sino una realidad vivida, vívida, y aún cuando haya optado por las imágenes y los recuerdos para dar cuenta de su paso por este mundo. De hecho, su vida por momentos, como la de tantos de su generación, a veces también parece una ficción.

viernes, marzo 11, 2016

Cantar el manisero y no morirse



Rastreaba un disco de 1997. Fui a la avenida Corrientes, una tarde. A dos disquerías. Ninguna estuvo a la altura de mis espectativas. Uno de los empleados me informó incluso que no lo hallaría en toda la Argentina. Apenas estuve a pasos de mi propósito cuando al menos di con cuatro versiones del tema músical que movía mi interés; Chucho Valdés, Oscar de León, un septeto argentino llamado Dos gardenias y la agrupación desconocida por mí de nombre: Orquesta Serenata Tropical. ¿Puede reproducir ese, por favor. Claro, me respondió la vendedora.
De pronto, ese maravilloso ritmo que tantas veces  he percibido en La Habana Vieja o en decenas de ciudades de Cuba, sobre todo si hay turistas en los alrededores. No era ninguna de las interpretaciones incluidas en el disco que anhelaba, pero sí señor, volvía a escucharlo: El manisero, de Moisés Simons; y como me encontraba en una de esas calles ávidas de la ciudad de Buenos Aires recordé de inmediato a Borges, quien en su “El atroz redentor Lazarus Morell” tuvo el yerro de llamarle “rumba deplorable” a lo que es un pregón-son muy feliz.
Pero aquel Borges de Historia Universal de la Infanmia, a la vez que ponía una mala etiqueta incorporaba de manera ingeniosa el dato de interés: tanto la canción El manisero como el género Habanera encontraban su origen si se quiere en la buena voluntad del fraile Bartolome de las Casas, quien por misericordia con los indios antillanos pidió al rey Carlos V manera de apaciguarles el sufrimiento. La solución fue importar negros desde Africa, de manera que fueron ellos, escencialmente el latido de la madre África, lo que posibilitó esa canción tan popular sonando para mí en la tarde bonaerense.
De hecho Moises Simons era parte de este mestizaje o transculturación. Había crecido en el barrio habanero de Jesus María y como estudiante de música su oido parecía afilado a los sonidos de alrededor. Un día iluminado por los pregoneros locales, cada vez menos ingeniosos en el presente, acabó dando con este tema que habría de entregar a la carismática Rita Montaner quien enseguida lo popularizó. En 1928 lo grababa con la Columbia Record y tres años después por lo menos se daban cuenta de 17 versiones.
Era tan pegajoso el ritmo, colmada del doble sentido de las calle su letra, que no demoró en propagarse por todo el mundo. Ernesto Lecuona lo incluyó en un filme para Hollywood en 1931 y otro cubano, el afamado Antonio Machín, echaba leña a la hoguera de su fama definitiva interpetándolo desde 1929, en Madrid y New York, allá acompañado por la orquesta de Don Alpiazu, cienfueguro y pionero en promover la música cubana en los alrededores del Bronx. Alpuazu fue también uno de los traductores para el publico anglosajón.
Tampoco era Rita la única mujer repitiendo eso de “maní, maní, si te quieres por el pico divertir…”; Jane Powell y Mistingette, actrices famosas, alguna de ellas popular en Cuba porque visitaba La Habana como ahora Riahana, se apropiaron del tema otorgandole su gracia y sensualidad, aún cuando para el público de otras latitudes el pregón sonara algo distinto: “peanut, peanut…” se escucha todavía en el escenario de YouTube. Tan vertiginoso iba resultando la difusión del ritmo que Alejo Carpentier no escatimó en calificarle: “nuestro manisero nacional”, y añade en una crónica europea: “Los pick-up de los boulevards lo repiten sin cesar; Mistinguette lo canta en el Casino de París; ha invadido Berlín, Bélgica, la Costa de Azur… Se escucha en Palestina, junto al Muro de las Lamentaciones; se ejecuta en Constantinopla, en los cabarés de princesas rusas, víctimas de la revolución; sus maracas suenan junto a los puestos de fritura que hacen toser a la gran esfinge de Egipto…”
Entre los primeros en hacer suyo sobresalen Miguel Matamoros y su trío, Louis Armstrong y una dama del Río La Plata nacida en el barrio de San Telmo que alcanzó la fama en España. Imperio Argentina, quien por cierto debe su nombre artístico al escritor y Premio Nobel de Literatura Jacinto Benavente, lo grabó junto a la Orquesta Típica Cubana en 1932, fecha para la cual en la tierra de Martín Fierro había otro extraño y hoy casi olvidado Manisero; por supuesto un tango pero quién sabe si influenciado por el pregón cubano famoso.
Sus conexiones tendrá El manisero argentino con el cubano, porquie volviendo a Borges el género Habanaera era la madre del Tango, y si lo tomaramos como un silogismo, ambos surgieron gracias a la piedad de de las Casas. Pero, el dato con el cual pretendo seguir por el momento es que el tango - por las calles de mi barrio siempre pasa un manisero, andaluz dicharachero, con más garbo que un torero y una gracia sin igual- lo escribió Emilio Falero, tenía música de Virgilio Carminalo y fue popularizado por Ignacio Corsini, el mismo que puso de moda eso de Fumando espero a la mujer que quiero...
¿Conoce el manisero de Coursini?, pregunto a los empleados de la disquería en Corrientes y todos ponen una mueca. Uno escarva entre los discos de tangos y al fin halla tres antologías de Corsini. En ninguna se incluye El manisero. Luego pregunté en un quiosco especializado en tangos. ¿El manisero argentino? No, nunca lo he oído, me asegura un hombre de 70 años que pasa el día a un paso de la estación Uruguay del Subte, y se pone a buscar entre libros y discos hasta que saca uno de la Sonora Matancera. No versionan El manisero. Ninguno de los dos. Tampoco.
Respecto al pregón cubano, además de la peculiar Imperio Argentina hubo otro en el Río La Plata que legó una versión famosa. El pianista Bebu Silvetti, productor de éxito y talento ademas, al punto de encargarse de aquellos Romances del méxicano Luis Miguel, hizo suya la canción para sumarla al repertorio personal donde el sintetizador conquista un lugar cardinal, de modo que puede escucharse en su disco de 1976 otra vez en el mejor estilo de los setenta.
El disco que buscaba, por lo pronto, no lo encuentro ni en los gabinetes de psicoanalistas - me pregunto si está expresión sería la corecta para sustituir la cubana: ni en los centros espirituales-. Se trata de “25 versiones del Manisero”, editado en Barcelona, una importante recopilación que abre con la voz de la Montaner y cierra al estilo genial de Bola de Nieve,  pasando por apropiaciones inolvidables como las de Bebo Valdes y Stan Kenton. Claro que hay otras igualmente geniales no recopiladas aquí. Pienso en Perez Prado y Cachao.  
Dicen que en la actualidad se registran cientos de versiones de este tema millonario que a pocos años de su estreno había logrado miles solo por derecho de autor. Y deben existir cientos de versiones más, porque se sigue buscando esta melodía inmortal y visado absoluto de cubanidad. De hecho “cantar el manisero” es también una frases popular y significa: morirse. Y razón tiene la voz del pueblo. Definitivamente para un cantante cualquiera integrar El manisero, de Moises Simons, a su repertorio viene siendo algo así como morirse, lo cual si nos dejamos llevar también por los refranes es otra gran verdad en este caso. A veces frases como: “Esto es morirse” en cubano significa que nada será mejor y más gratificante después.

publicado en: OnCuba